A vosotros, mis queridos e impagables patriarcas del Flamenco.
Lo han dicho siempre los que han llegado a entender este Arte parido y amamantado en Andalucía: “lo difícil en el Flamenco es saber escuchar” (por favor lean lo entrecomillado con acento andaluz). En definitiva este axioma de respeto y consideración que reclaman todos los artistas (la modalidad es lo de menos), debía –o debe- ser condición imprescindible, para que se produzca el mágico encuentro entre quienes construyen y lanzan su mensaje artístico, y aquellos que lo recibimos. He tenido la inmensa suerte, en mis ya largos años de aficionado al Flamenco, de estar rodeados de extraordinarios aficionados que, invariablemente, eran sumamente respetuosos y receptivos, aunque sin perder el sentido critico de las cosas (para mi opinión en algunos casos excesivamente puntillosos). La regla de oro era: primero tratamos al artista con mucho respeto y cariño. Ya después, y dentro de nuestra libertad individual, valoramos en su justa medida la calidad y autenticidad del mensaje que nos hizo llegar. No es de recibo que nos den “gato por liebre”, pero tampoco es cuestión de tener siempre de “guardia” al critico que todos llevamos dentro. Al Flamenco hay que “enfrentarse” con las ventanas del alma abiertas de par en par. Mi vinculación con el Arte Jondo es fundamentalmente como aficionado puro y duro. Para complementar esa afición, y darle rigurosidad y sentido intelectual, he intentado a la largo de los años ampliar mis conocimientos historicistas, antropológicos y musicales. Ampliando el área del conocimiento llegamos con más facilidad al núcleo de nuestros sentimientos. Nada existe para mi –a pesar de ser un lector y un cinéfilo empedernido- comparable a la afición por el Cante, el Toque y el Baile. Todo cuanto se haya grabado o escrito con rigor sobre este Arte termina siendo pasto de mis inquietudes. He escuchado cantar en los sitios más variopintos. Desde un pubs en Londres, pasando por teatros, peñas, festivales, cuartos y reuniones de cabales de las mas diversas (inolvidables las de Torres Macarena y La Carbonería). Esta afición la empecé desde niño asomado al balcón de los sentimientos jondos. Desde esta atalaya de mis pocos años veía pasar a mi padre por la calle de los cantes ebrio de vino y vida. Nunca me explicó mi progenitor la diferencia entre tal o cual “palo” (estilo). Solo necesitaba, por encargo de mi santa madre, el ir a buscarlo los domingos por la tarde a tabernas cercanas, donde remataban fines de semana de bautizos interminables, para comprender que en ese ambiente quedaría mi alma prendida para siempre. Lamentablemente para mí, Dios no me llamó por los senderos interpretativos del Cante. Mi talento musical no me da ni para una triste “salía”. La única salida gloriosa que hago es, al cruzar el dintel de la Colegial del Salvador detrás de mi Señor de Pasión, cuando la tarde del Jueves Santo está tocando campanas de gloria con sabor a día grande de la Ciudad.
Exquisitos y tremendamente valiosos fueron mis referentes intelectuales y sentimentales en el Flamenco, aparte de que tuve la inmensa suerte de que me brindaran su impagable amistad. Nunca les estaré lo suficientemente agradecido.
De Pepe Blas Vega aprendí el rigor, la objetividad y la seriedad con que debe tratarse este Arte. Si la investigación en el Flamenco tiene una cima, esa hace tiempo que la conquistó este madrileño que se enmaraña de libros antiguos y documentos, para decirnos sin apelación de que va esto, quienes dicen la verdad y quienes tratan de embaucarnos. De Luís Caballero Polo su talento, su porte señorial, su creatividad, su templanza, su lucha tenaz por supervivir sin que la dureza terrenal obviara sus ansias de cultura, y el inmenso legado de Cante y vida que nos deja a quienes navegamos por los mares de los sueños andaluces y flamencos.
De Manuel Centeno Fernández, mi añorado y querido compadre del alma, aprendí… (permitirme un inciso). ¿Que podría yo deciros sobre lo que me enseño este ilustre vecino de la calle Bailén? Pues: todo, absolutamente todo. Pontificaba –sin pretenderlo- cada vez que hablaba de Flamenco. Sinceramente, sino hubiera tenido la suerte de conocer y tratar a Manolo Centeno (y a su hermano Antonio) nunca habría tocado el cielo del arte Jondo con la palma de la mano. Recuerdo una lección que me dio en Torres Macarena y que nunca podré olvidar. Era una época de fuertes –y estériles- polémicas flamencas. Le empecé a comentar alterado que “fulanito” había criticado no se que cosa de “zetanito” y me dijo con su voz aguardentosa: “Niño, pasa de esta gente y dedícate a disfrutar del Flamenco. Que las aficiones están hechas “pa” gozarlas, que de los problemas ya se encargará la vida”. Sabiduría flamenca y humana en estado puro.
Uno de tus sabios, querido Juan Luis, nos ha dejado. Luis Caballero ya ocupa el lugar que le tenía reservado tu otro sabio, Manolo Centeno. Luis falleció esta mañana. Siempre tendremos presente su inmensa valía.
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