lunes, 12 de julio de 2010

¡Ojú que caló!



Fiel a su ineludible cita con Sevilla ya está aquí el calor, o como la llamamos por estos lares: “la caló”. Algo gordo debimos hacer en la Vieja Híspalis que disgustó profundamente a Dios, ya que desde entonces nos castiga los meses de julio y agosto con una ración de fuego inmisericorde. Por esta Tierra a la que los metereólogos llaman “el Valle del Guadalquivir”, pasa cada verano un invisible dragón que expande el fuego de su boca por avenidas, calles y plazuelas. Solo se encuentran a salvo capillas, casas señoriales de mármol y esteros en sus balcones, el río y los estanques y fuentes de parques y jardines. Todos los demás habitáculos de la Ciudad, viviendas, oficinas y establecimientos, estarán sometidos al artificial frío panasoninesco. Deambularemos de los cuarenta (grados) a los veinte. Unos “pescanovas” en versión sevillana. Somos posiblemente los únicos habitantes terrenales que huimos del calor apretando el paso por las calles. Andamos a paso ligero como si pudiéramos cubrirnos y refrescarnos con nuestra propia sombra. Cuando por fin arribamos sudorosos y exhaustos a un oasis de aire acondicionado exclamamos aliviados: “joé, la caló que hace ahí fuera”. Funcionamos estos pegajosos días como en el juego de la oca. De la casa al bar. Del bar a la oficina. De la oficina al banco. Del banco a la oficina. De la oficina al bar. Del bar a la casa. De la casa al velador (aquí ya en compañía de santa esposa, niños, cuñados y suegra). Siempre con el calor esperándonos agazapado tras las esquinas de acero. Los que trabajan esos días agarrados a un palaustre encaramados en un andamio, salen directamente de sus casas sin más destino que el mismísimo infierno. Vuelven rendidos cada día a sus hogares después de ganarle una dura y épica batalla diaria al astro sol. Luego, los fines de semana, la mayoría de sevillanos emprenderá un corto exilio de unas horas en las costas onubenses o gaditanas y, últimamente, también por el bello litoral malagueño. Serán pocos los que permanezcan en las tripas de la Ciudad guarecidos en sus frescas y aprovisionadas cuevas. Sevilla está aflatada en esos calurosos días y carente de pulso. No está para nada y casi para nadie. Solo permanece en guardia para atender a esos heroicos forasteros, que la visitan estoicos en días interminables, donde impone su dictadura la canícula más rigurosa. Llegan provistos de agua en abundancia, planos y una vestimenta que parece sacada del Camino de Santiago. Aguantan impertérritos los insufribles cuarenta grados metiendo los pies en el agua de las fuentes y mojándose la cabeza de continuo como pollos en celo. Son en esos días los auténticos sevillanos de la Ciudad. Mucho hay que quererla y admirarla para pasar por esta amorosa prueba de fuego. ¿Qué sevillano iría de vacaciones en enero a la fría estepa siberiana? Pues algo así pero al revés hacen estos entrañables “guiris”.


Todavía nos queda un largo y caluroso trecho para arribar a la frontera de la canícula sevillana, aquella que establecida queda tras la salida de la Virgen de los Reyes. A partir de entonces ya comenzará la cuenta atrás y, la Ciudad, empezará a desperezarse lentamente como un oso tras invernar en su madriguera. De nuevo todo tendrá una fecha que se visualizará en el horizonte. Poco a poco todo volverá a rodar en el mágico círculo de la Ciudad y ya soñaremos con escuchar la primera pandereta. La misma que al reclamo de San Lorenzo nos anunciará que de nuevo lo eterno y lo bellamente efímero toman cuerpo amoroso en el Señor de Sevilla.

Mientras, paciencia y aconsejables visitas a Casa Coronado, el Bar Jota, el Tremendo o el Tendido Once. Mientras esperamos retomar la cruz de nuestra fe y de nuestras esperanzas, no pasa nada por agarrarnos transitoriamente a la de la Cruz del Campo.

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