lunes, 15 de noviembre de 2010

Donde se duermen las mariposas




¡Dios mío que pesadilla,
soñé que no era andaluz
ni tampoco de Sevilla!


Podría afirmar que conozco a Paulino de toda la vida. Nació, se crió, maduró y está en los preámbulos de eso que llaman Tercera Edad sin moverse de la calle Placentines. Siempre defendió su soltería a capa y espada. Cuando nació la matrona que asistió a su santa madre, conocida como doña Pepita, que seguro estará en la Gloria donde descansan eternamente los justos y bondadosos, le dijo que había tenido un soltero. Paulino tuvo novia formal durante treinta años, y esta se cansó de que cada vez que le insinuaba el tema del matrimonio él cambiaba rápidamente de conversación. Este sevillano criado a la sombra de la Giralda es de los últimos pájaros solitarios que pululan por los alrededores de la Alfalfa (no confundir pájaro con pajarraco). Es completamente imposible cuantificar cuantas veces habrá subido o bajado la calle Alcaicería. Hasta su anticipada jubilación siempre trabajó en un comercio de la calle Álvarez Quintero. Viste de manera impoluta y es un autentico llanero solitario del Centro de la Ciudad. Culto, refinado y de una educación lamentablemente hoy en desuso. Su timidez se me antoja rotundamente patológica. De un tiempo a esta parte se ha especializado en reflexiones filosóficas que no son precisamente “la alegría de la huerta”. Te para en la calle y te comenta:

- Oye Juanlu, ¿si no tuvieras más remedio que elegir que preferirías quedarte ciego o sordo?

O bien:

- ¿A ti te gustaría que te practicasen la eutanasia para evitarte una larga agonía?

O esta otra:

- Te quieres creer que hoy tengo dudas de si incinerarme o no, ¿tu lo tienes claro?

Joé con el Paulino de los cojones, vamos Paco Gandía en estado puro. Últimamente parece ser que ha suavizado su fúnebre discurso y ya anda por otros derroteros filosóficos. Ha dejado tranquila a la Dama de la Guadaña en su morada de sombra y pena, reflexionando ya –afortunadamente- sobre cuestiones más terrenales. Hace unos días en nuestro último encuentro en la Plaza del Pan me comentó:

- Oye, ¿caso de no haber nacido en Sevilla en que otra ciudad te hubiera gustado hacerlo?

- Buena pregunta y de complicada respuesta querido Paulino (hay nombres que llevan el premio implícito), déjame unos días para pensarlo.

¿Nacer, crecer, vivir y morir lejos de Sevilla? No se, no se sinceramente que Ciudad cubriría mis anhelos y aspiraciones existenciales. ¿Cádiz quizás? ¿La inigualable Granada? ¿Algún pueblo mediterráneo alegre y luminoso? ¿Alguna ciudad castellana recia y profunda? No sé, sinceramente no sabría manifestarme sobre tan “paulinesco” tema. Lo que nunca tuve duda es de que en el supuesto de no haber nacido en España y, puesto a elegir, la bella Italia sería sin duda mi primera opción. Alguien dijo, y dijo bien, que la principal diferencia entre franceses e italianos es que los primeros se creen el ombligo del mundo, y los segundos no se lo creen porque saben que lo son.

He llegado al convencimiento de que todas las ciudades, desde la más pequeña a la más grande, tienen una lectura sentimental que nos conduce a los vericuetos de su alma. Las ciudades se disfrutan paseándolas en solitario o con alguien que sepa valorar el sonido del silencio. Cruzar la Plaza Virgen de los Reyes hablando acaloradamente de Zapatero o de Lopera sin levantar la vista hacia arriba es una herejía.

Mirar el reloj en el interior de la Basílica del Gran Poder o la Macarena es confundir los minutos efímeros con el tiempo eterno. Sentarse, sin prisa ni desosiego, en un banco de San Nicolás delante de la Candelaria, o en la Capilla Sacramental contemplando en silencio al Señor de Pasión, es revivir el círculo mágico de nuestros sentimientos más nobles. Apoyarse en la barandilla del estanque de los jardines del Alcázar es un preámbulo de cómo serán los balcones del cielo.

Nadie que verdaderamente amé a su Ciudad debía de sustraerse ante la posibilidad de soñarla desde la lejanía. Lo hice a lo largo de mi vida en cuatro ocasiones, y nunca me sentí más prisionero de su hermosa cadena de sangre y luz. Sevilla se sueña profundamente en la distancia y se padece en su cotidiano día a día. Ciudad que, como ninguna, está hecha para los sentimientos de músicos y poetas y, que sin embargo, hoy está huérfana de lectores de poesía y de almas sensibles para el soniquete. Tres de sus mayores manifestaciones son etéreas y repletas de autenticidad y pureza. Son muestras inequívocas del perfecto equilibrio de las cosas sublimes. Nadie puede extrañarse de que el Toreo, el Flamenco y la Semana Santa tomaran cuerpo y forma en la Ciudad de la Gracia. Se nos aparecen fugazmente en momentos mágicos de Arte y Sentimiento, y se marchan dejándonos un regusto agridulce de gozo y melancolía. Recuerdo que cuando el Maestro Paco de Lucía clausuraba la pasada Bienal en el Maestranza y se disponía a acometer su tercer tema comentó: “Ojú, que fatiguita se pasa en Sevilla”. Lo decía el mayor artista que ha dado la Historia del Flamenco, y sin que exista un rincón del mundo donde no se haya escuchado su mágica sonanta. Pero sabe que Sevilla es Sevilla y con eso basta. Aquí los gatos son gatos y las liebres son liebres. Hermoso y hoy descuidado rincón terrenal donde siempre se vinieron a dormir las mariposas.

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