Arribó a Sevilla procedente de Turín el pasado 7 de septiembre. Venía con una beca Erasmus en la mochila para estudiar Filología Hispánica. Acababa de cumplir 20 años de edad y fue su padre, Director Artístico del Pabellón de Italia en la Expo del 92, quien le animó a que eligiera Sevilla como destino. Rechazó la Villa y Corte, la espléndida Barcelona y la perla castellana de Salamanca para decidirse, vía paterna, por la Ciudad que vive y sueña a la sombra de la Giralda. Se alojó junto con otros jóvenes europeos -dos ingleses y un francés- en un chalet del Barrio de Heliopolis situado en la calle Perú. Acudía cada mañana a la antigua Fábrica de Tabacos para ilustrarse y aprender sobre nuestra Lengua, y los caminos que llevan a la Literatura de Cervantes e ilustres colegas. A mediodía solía comer en compañía de un estudiante procedente de la Baeza machadiana en Casa Diego, con sede en la Plaza de los Curtidores, justo en el corazón de la Puerta de la Carne. La mejor comida casera de Sevilla con diferencia. Hagan la prueba pues merece la pena.
Le costó muy poco integrarse en la Ciudad y aplicó a rajatabla un consejo que le dio su padre, Paolo Ricci, al despedirlo en el aeropuerto turinés de Sandro Pertini: “en Sevilla primero observa y después escucha; luego, primero escucha y después observa. Sitúate a medio camino entre el halago y el critiqueo. No pretendas adentrarte en el alma de la Ciudad sin pagarle un peaje de cariño y fidelidad”. De lunes a viernes dedicaba todo su tiempo al estudio y la lectura. Los fines de semana se pateaba la Ciudad en mañana, tarde, noche y madrugada. Le gustaba especialmente perderse de noche por el arrabal trianero, y rematar la faena escuchando flamenco en La Carbonería del impagable Paco Lira. Dado su peculiar carisma no le costó en exceso adentrarse en los círculos más sanos de la juventud sevillana (aquellos que saben combinar estudio, trabajo-los poquitos que lo tienen- y diversión sin molestar ni quemarse en el camino). Era apreciado en los distintos ámbitos donde se movía –fundamentalmente, y dada su joven apostura de galán italiano, por las féminas- y conocido entre los ambientes juveniles sevillanos como, “Roberto el Italiano” (nombre que le puso su padre como homenaje al genial Roberto Rossellini). Se adentró con facilidad en los vericuetos sentimentales de una Ciudad que, a los que bien la aman y valoran, nunca les pide el carné de identidad. Mantenía cada tarde una larga conversación con sus progenitores italianos, donde se dejaba aconsejar ante la eventualidad de cambiar su hoja de ruta sevillana.
Se estaba planteando en la actualidad el agenciarse una bicicleta para trasladarse del barrio de Heliópolis a la Universidad. La Ciudad disponía de muchos kilómetros de carriles bicis y le pareció que era conveniente utilizarlos. Le comentaron que se pasara una mañana de domingo por el Mercadillo que instalaban en el Charco de la Pava. Había uno que vendía bicicletas usadas y a un precio más que asequible. Lo que no sabía este digno heredero del gran Marcelo que allí le acechaba, para atraparlo, la dulce enredadera de los enamorados.
Un domingo que el almanaque marcó como 7 de noviembre del 2010, aterrizó Roberto en compañía de dos colegas de Facultad en aquel enjambre de efímeras calles donde todo, absolutamente todo, estaba sujeto a la gitana ley de la oferta y la demanda de la venta ambulante.
Venía de Italia, tierra de los mercadillos por antonomasia (Roma de picaros “vendo de todo” callejeros en la memoria de la Historia), pero aquel ambiente le pareció de peculiaridades bien distintas a las de su tierra. Se perdieron entre gritos y leves empujones por una maraña de ropas, frutas, zapatos y objetos de lo más variopinto. Le llamó la atención un puesto preparado con un exquisito esmero. Al fondo estaba situada “de culo” una enorme furgoneta blanca con dos enormes pósteres. En uno se veía a un Camarón barbudo, lleno de anillos, con una media luna tatuada en su mano derecha y la mirada perdida. El otro era con la figura de Jesús, blandiendo en su pecho un corazón luminoso y sangrante. Debajo un lema que decía: “Jesús te ama”. Dos jóvenes muchachas morenas de bronce lorquiano atendían la venta, mientras no paraban de anunciar a voces su mercancía: “María, comprarme que lo doy tó mu baratico”; “no pasar de largo sentrañas mías que estamos que lo tiramos”. Cuando Roberto se acercó para comprobar la mercancía ya fue tarde para casi todo (menos para el amor). ¡Vendían ropa interior femenina! Las había de todos los colores y tamaños y, allí estaba él, un pasmado italiano, sin saber como salir del espinoso trance. La más joven de las gitanas se volvió hacia él y le clavó como dos puñales sus hermosos ojos verdes: “primo, ¿a que quieres hacerle un regalito a tu novia?”. Se miraron de frente unos segundos que a ambos les parecieron una eternidad. Un choque de trenes. Una tormenta rompiendo sus olas en la vertiente cantábrica. Un crepitar de lluvia en las ventanas del alma. Ojos de miel italiana perdidos, ya para siempre, entre los del verde que te quiere verde de la gitanería. Se ruborizaron los dos a la par que bajaban sus miradas. Ella se retocó el hermoso moño de su pelo negro como la endrina. Se estiró su blanco delantal donde guardaba las monedas de los jurdeles para el cambio. Él se subió su pantalón vaquero y se colocó sus gafas de sol. Acudió a la llamada de sus amigos mientras que, hasta en tres ocasiones, se volvió para intercambiar con ella una cómplice sonrisa. Ambos tenían el firme convencimiento de que aquello era el comienzo de algo tremendamente hermoso. Para el próximo domingo quedaba pendiente y anhelante el segundo capítulo. La semana sería larga y le costaría trabajo concentrarse en el estudio de Luís de Góngora y Lope de Vega. No pudo disimular una sonrisa cuando se acordó que unos días antes preparó un trabajo sobre “La Gitanilla” de Cervantes”. Amores, amores de mercadillo.
Gitana pa no quererte
tengo que ve dos señale;
que se apague el firmamento
y que se sequen los mare.
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