miércoles, 15 de diciembre de 2010

El tiempo que nos queda




José Manuel Caballero Bonald, al que hay que situar entre los grandes, grandísimos, escritores en lengua castellana publicó (me gusta más “sacó a la calle”) en el 2007 un libro con su poesía completa. El titulo de esta impagable obra poética resume la sabiduría de los que han exprimido todo el jugo de la naranja y el limón de la vida: “Somos el tiempo que nos queda” (Edit. Seix Barral). La biografía de este maestro jerezano de las Letras es absolutamente apasionante. Una existencia plenamente fecunda entregada a sus tres grandes pasiones: la Literatura, el Flamenco y la arriesgada y hermosa aventura de vivir. Sus memorias están recogidas en dos obras magistrales: “Tiempo de guerras perdidas” (1997) y, “La costumbre de vivir” (2001). Otro andaluz universal para llenar de orgullo nuestra bandera blanca y verde. Ya, parece ser que definitivamente, tiene su Cuartel de invierno (y de verano, primavera y otoño) en el bello rincón de Montijo en la soñada Sanlucar de Barrameda. Pocos sitios mejores para saborear los últimos tragos vivénciales. Sol, lectura y manzanilla para calentarnos cuerpo y espíritu. Sentarse una soleada mañana otoñal en una barca boca abajo en Bajo de Guía, mientras se contempla el Coto de Doñana, es rozar el Cielo con la mano.

Cuando ya empiezas a comprobar que lo vivido es, en muchas ocasiones, una rémora que determina tu palpitante presente, puede que haya llegado el momento de prepararse para pegarle a la vida el último arreón. Compruebas desosegado que algunos seres queridos soltaron su mano de tu hombro y, se agarraron, antes de tiempo, a la que Dios les ofrecía desde el limbo donde siguen soñando los ausentes. En definitiva, sensibles bajas en el Ejército donde libramos la batalla contra los imponderables de la vida y, del que formas parte activa y sentimentalmente. Se nos va llenando nuestra existencia de notables ausencias y, las sombras empiezan a ganarle la batalla a las luces. “Pero el invierno llega”, que cantaba la añorada Roció Jurado. Es ley de vida te dicen y asumes de mala gana que posiblemente estén en lo cierto. Con los adelantos de la Ciencia, se ha conseguido aumentar casi en una decena de años, el promedio estipulado para “entregar la cuchara”. Que algunos rompan esta estadística son accidentes del camino que nos lleva a la reflexión, la pena y el desosiego. Dice una hermosa letra flamenca:

Yo no le temo a la muerte
que morirse es naturá;
le temo a una mala lengua
y a una cruel enfermeá.

Posiblemente el ser humano está condenado a querer siempre cambiar su edad generacional: unas veces para adelante y otras hacia atrás. Cuando eres niño sueñas con ser joven como tu hermano. Cuando eres joven quieres ya ser hombre maduro y así poder fumar delante de tu padre (¡que antiguo soy joé!). Luego quieres que el tiempo se detenga en la madurez y, es cuando precisamente más corre. Vuela que se las pela. Después cuando aparecen los achaques y empiezas a hablar en pasado, quisieras darle al reloj del Tiempo una pátina para que retroceda hacia los ardores juveniles. Todo enmarcado en la perenne desubicación del ser humano antes su destino.

Lo verdaderamente patético es el intento costosísimo y baldío de instalarse, a lo Peter Pan, en la arboleda de la eterna juventud. ¡Si seremos ingenuos que hasta nos creemos lo que nos dicen los políticos!

La clave consiste, fundamentalmente, en buscar en todas las etapas existenciales la felicidad o, al menos, los momentos felices. Las circunstancias y tu estado anímico como elementos condicionantes de glorias o infiernos en la Tierra. Difuminadas muchas, muchísimas veces, en estériles batallas para conseguir efímeros “Dorados” que, a la postre, se nos escapan de las manos como el agua de la lluvia por la verdina de las azoteas. Aprovechar al máximo ese “Tiempo que nos queda” del que nos habla el Maestro Caballero Bonald y, procurando que la noble y dura aventura de vivir haya merecido la pena: para nosotros y para los que nos quisieron de verdad.

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