miércoles, 8 de diciembre de 2010

A golpes de lebrillos


Sinceramente, no tengo muy claro si los acontecimientos que recordamos de nuestra niñez ocurrieron tal cual o, por el contrario, están tamizados por el filtro de lo sutilmente idealizado. Formábamos parte de los santos inocentes que no teníamos todavía pasado y el futuro ni lo presentíamos siquiera. Nuestro presente era una moneda presta para ser gastada en juegos e ilusiones compartidas. Lo mejor que pudo pasarme fue vivir y crecer en un corral de vecinos de la judería sevillana. Éramos 60 familias, divididas en tres patios, hermanadas por la miseria y la solidaridad más verdadera. Estrenábamos cada amanecer con la misma ilusión que lo hacen los niños con sus zapatos nuevos un Domingo de Ramos. Ningún acontecimiento de cierto interés le resultaba ajeno al conjunto de los vecinos, y la rueda de la vida giraba y giraba en torno al eje de la supervivencia. Todo a golpes de lebrillos y anafes. Nunca reivindicaré una forma de vida llena de miserias –pero nunca miserable-, donde las privaciones eran tan omnipresentes como el alba de cada día. Reivindico y añoro una convivencia más humanitaria y solidaria que la actual, sin tantos cantos de sirena y sin esta pléyade de pavos reales sueltos. Con los años hemos cambiado en nuestras relaciones el plural por el singular y así nos va. Sentimientos aparcados en los arcenes del alma para dejar paso al rápido y efímero tren de los intereses.

Afortunadamente, y con la inestimable ayuda de mi madre, he conseguido reunir una copiosa información de los habitantes de mi “Corral de vecinos”. También me ha resultado fundamental la valiosísima colaboración del excelso poeta sevillano Antonio Fernández Montes (ilustre vecino del citado “Corralón”). Tengo un copioso fichero con casi la totalidad de los vecinos definidos en sus peculiaridades más diversas, y en la actualidad lo estoy ordenando para pasarlo a mi archivo informático. Me gustaría darle algún día forma de libro y hacérselo llegar a los herederos de aquellos que teniendo tan poco nos dieron tanto. Tiempo al tiempo.

En los “corrales” de manera preferente funcionaba el matriarcado, y todos éramos identificados por los apodos de nuestras santas madres. En muchos casos provenientes de las profesiones de los maridos (cuando hablábamos de Concha “la Tranviaria”, lógicamente no referíamos a la mujer de un tranviario de profesión). En mi caso mis señas identitarias eran la de: “Juan Luís el de “Encarna la del Zaguán”. Todo configurado por gente variopinta e inclasificable a efectos sociológicos integrales. A grosso modo, y a efectos de profesiones, recuerdo que en mi Casa había: funcionarios, sastres, ajustadores, oficinistas, bomberos, guardias municipales, policías armadas, toneleros, zapateros remendones, vendedores ambulantes de mariscos (Rafael “el de los Camarones”, hermano del popular Vicente “el del Canasto”), dependientes de comercio, empleados del gas, barberos y tranviarios, entre otros muchos.

Los espacios de libertad –y en muchos casos de riñas provocadas fundamentalmente por los niños y la ropa- eran los patios y las azoteas. Los hombres buscaban su particular emancipación por los senderos que conducían a las tabernas. Los niños a la caza de la suya en juegos infantiles callejeros provistos, en algunas ocasiones, de riesgos más que evidentes.

Las mujeres –Dios las tenga en sus justa Gloria- siempre de faena en faena, sin más preámbulos en sus menesteres que una sentada compartida en noches veraniegas. Charlas distendidas bajo las estrellas y con el eco monocorde de los grillos. Madres que rompían su productivo dialogo cada vez que llegaba algún miembro de la trupe reclamando alguna cosa.

Se formaban pequeños círculos afectivos concéntricos entre las familias de habitaciones (cuartos) colindantes. Un inciso para rendir un merecido homenaje al recientemente fallecido, don Francisco Morales Padrón, quien nos dejó una obra impagable sobre la vida “corralera” (“Los corrales de vecinos de Sevilla”. Ed. Servicio de Publicaciones de la Univ.de Sevilla). De obligada lectura.


Siempre llamaron poderosamente mi atención aquellas mujeres que en su condición de viudas o madres solteras necesitaban un plus añadido de afecto. El perverso sistema reaccionario imperante las tenía acomplejadas ante aquellas mujeres que disponían de flamantes maridos, aunque, doy fe de ello, fueran en algunos casos perversos maltratadores machistas. La vida expresada a golpes de libretas de diteros inmisericordes y en blanca ropa tendida al sol en cordeles metálicos. No se oreaba tan solo la ropa, también se buscaba el beso hermoso de los aires de justicia y libertad. La dureza de la vida golpeando a la gente humilde y, la blancura de la decencia impresa en la bandera de los herederos de la Tierra.

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