viernes, 25 de febrero de 2011

Sin pecado concebida



“Si has beata te has metío
te vi a rezá un pare nuestro;
pa que vayas blanqueando
las paredes del convento”.

Cuando los espejos de su casa-palacio reflejaban gozosos su juvenil hermosura se llamaba todavía, María del Pilar González-Cuadrado de la Serna. Después, cuando su belleza quedó oculta tras un hábito entre las paredes del Convento de las Madres Mercedarias de Puente Genil, se llamaba simplemente, Sor Patrocinio. Provenía de la alta burguesía sevillana de los años sesenta. Se educó en un buen colegio de monjas entre niñas de su misma camada. Las tardes las cubría entre clases de inglés en el Instituto Británico; de baile en la Academia de Enrique “el Cojo”; de equitación en la Escuela Hípica del Epona en las cercanías de Carmona y, de piano con doña Purificación en uno de cola que presidía el salón principal. Era una niña bien; de una familia bien encuadrada simétricamente en una Sevilla bien. Como diría Serrat: “Es una muchacha típica, cuya familia es la típica, familia bien del país”.



Cuando su abuela de niño le besaba la cabeza antes de partir hacia sus deberes escolares en el Colegio Público San Isidoro, le solían llamar José Antonio Pérez Guzmán. Ahora que la vida le ha mostrado la secuela del desamor y el propio egoísmo se llama……como le quieran llamar. Acompañaba de niño a su padre cuando portaba la leña para la augusta chimenea de la casa-palacio de los señores marqueses de Encinasola. Fue un niño feliz empapado de cariño, decencia y privaciones y, ahora, un joven barco a la deriva.

Ansiaba el momento de acompañar a su padre en la noble tarea de proporcionar calor y lumbre hogareña a los que más carecen de ella: la aristocracia de tierras sin labrar; puestas de largos en la Casa Pilatos; palco semana-santero en la Plaza de San Francisco; cortijo con dehesas de toros bravos y, caseta propia en el recinto ferial. Todo era poco –se decía para sus adentros- con tal de ver a Mari Pili con sus ojos celestes y sus dorados tirabuzones rubios. Aunque, eso si, con la rigurosa consigna paterna de no “molestar a la señorita”. Daba igual, él y ella cruzaban miradas que sustituían con creces cualquier sonido que saliera de sus labios. Crecieron sin dejar de verse cada semana de los meses del otoño-invierno. Siempre con la omnipresente presencia de un haz de leña. Cuando su padre falleció él tomo el relevo para que los señores de Encinasola y su digna descendencia no pasaran frío.

Ella era ya una veinteañera a punto de marchar al extranjero para culminar sus estudios. Él un delineante de la construcción salido de la Universidad Laboral trazando figuras geométricas donde otros pondrían ladrillos. Las veces que se veían en una Ciudad que dicen que “es un pañuelo” (el que lleva la Candelaria en su mano la tarde del Martes Santo) siempre se saludaban de manera muy tenue y azarosa. En la turbulenta escalera de las clases sociales sevillanas, a ella, no le dejaban bajar ningún escalón, y a él, tampoco que subiera a donde no le pertenecía.


Pero no contaban que a la Tierra se le altere el pulso cuando Dios se enfada; cuando aparece la tragedia con su cara más descarnada individual o colectiva o, cuando el amor verdadero aparece agarrado a los alamares del alba en los dulces y apasionados sueños de juventud.

Aquel 26 de abril todo empezó a tomar cuerpo y forma. Él recogió a un amigo cantaor apodado Pepe “el Rubio” en el Tablao de “Los Gallos”, donde cantaba en su cuadro flamenco. Del Barrio de Santa Cruz se fueron a dar una vuelta por la cercana Feria del Prado. La vio entre el gentío apoyada solitaria en la barandilla de hierro de la Caseta del Labradores. Se mostraba hermosísima enfundada en su traje de faralaes rojo de pasión (la que tenía guardada desde la niñez) y su hermoso pelo rubio recogido en un lustroso moño. “El Rubio” que era conocedor de este soñado romance se “desmarcó” prudentemente con un lacónico: “Pepe te espero en la Caseta del “Lar Gallego”. Ella se salió prudentemente hasta pisar la calle de albero, luz y manzanilla, y caminaron silenciosos y sonrientes bajo un cielo de farolillos iluminados. Empezaban una relación hermosa y efímera en una Ciudad eminentemente fugaz llamada: Feria de Abril. Desde aquel día a la par que se consolidaba su romance, se ponía en marcha la rueda ancestral sevillana de la envidia y la sin razón clasista. La familia de Mari Pili que ya le tenía programado un pretendiente –de familia “bien”- puso en movimiento toda la maquinaria inquisitorial de las clases pudientes. Le prohibieron salir sola y le advirtieron que antes de admitir esta relación preferían verla interna en un convento. Dicho y hecho. José Antonio cedió a las presiones para dejar de verla y escuchó los “consejos” de su entorno de que Sevilla estaba llena de mujeres jóvenes. Que él, a la postre, no era más que el capricho de una “niña rica”. Fue la puntilla y lo que decidió a María del Pilar González-Cuadrado de la Serna en convertirse simplemente en Sor Patrocinio. Aprendió que la cobardía no es patrimonio de ninguna clase social, y que nunca fue capaz de levantar el vuelo una paloma sin esquivar los perdigonazos de los inquisidores de los sentimientos. Ya no sería la “mujer-florero” de ningún señorito” que le programara su familia. Tampoco la amante de un cobardón vencido por los convencionalismos sociales. Ahora tan solo era propiedad de Jesús. Lo triste es que ella, aún sin haber tenido ocasión de ejercer el noble “pecado” del amor, tuviera que decir ya de continuo: “Sin pecado concebida”.

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