Con sus estrenados 32 años de edad iba a ser su primera Semana Santa sevillana ausente de la Ciudad. Nacido y criado en la Puerta de Carmona, y más concretamente en la calle Úbeda, su exilio laboral por tierras alemanas iba a imposibilitar su necesaria ración sentimental de Domingo de Ramos. Desde su nacimiento y por tradición familiar siempre estuvo ligado a la Hermandad de San Roque. Allí fue bautizado y, tan solo unos días después, lo hicieron hermano. Aún le parecía vivir cuando, de la mano de su padre y vestido de monaguillo, se encaminaba a la puesta en escena del Domingo de Ramos en la Puerta Carmona. Iba repeinado y perfumado contento y orgulloso de acompañar a un nazareno que por más señas era su idolatrado y querido padre. Después ya su vinculación con la Hermandad fue total. Formó parte de la misma en todas sus variantes: monaguillo, acólito, nazareno y costalero. Nada cuanto acontecía en la misma le resultaba ajeno y era un claro y ejemplar exponente de tradición familiar. Abuelo, padre y nieto unidos por un lazo sentimental de fe y tradición. El mismo que confiere sentido y eternidad al laberinto sevillano de la vida y las cosas. No sin pocos sacrificios por parte de su familia y la suya propia terminó de manera brillante sus estudios de Arquitectura. Fue el número dos de su promoción y sus profesores le auguraban un más que brillante porvenir entre trazados y proyectos. Tenía el talento de los escogidos y la voluntad que nace del espíritu de los inconformistas. Lamentablemente, pronto se dio cuenta que para triunfar –o tan solo trabajar- por estas tierras hace falta algo muy distinto a la capacitación profesional y la voluntad de superarse cada día. No, aquí todo se reduce al “amiguismo” y al “clientelismo” de aquellos que son afectos y leales a una determinada ideología política. Él no tenía más legado que su brillante currículo universitario y una familia de clase media-baja ajena a politiqueos y componendas. Curiosamente y, con una generación de por medio, se repetía el exilio laboral de su familia a tierras alemanas. Su abuelo lo hizo amarrando su nostalgia en una maleta de cartón a través de interminables horas de tren, y él, en un corto periodo viajero por los aires portando una maleta de diseño que le prestó su hermana. Había comprobado que las posibilidades laborales sevillanas eran nulas y se planteó poner tierra de por medio. Desarrolló un curso intensivo de alemán y se marchó a trabajar a Berlín. Uno de sus antiguos profesores lo recomendó y apadrinó para uno de los Estudios de Arquitectura más importante de la capital alemana. Como no podía ser de otra forma su talento no pasó desapercibido y, en poco tiempo, escaló profesionalmente hacia cotas más altas. Venía por Sevilla con cierta frecuencia pues necesitaba alimentarse espiritualmente de su gente, su barrio, su Hermandad y su Ciudad. Esta Semana Santa lo iba a tener crudo para desembarcar por Sevilla. El Estudio estaba inmerso en un macroproyecto arquitectónico para la Ciudad de Sydney y le dedicaban numerosas horas al mismo. No le podían conceder un solo día de vacaciones a nadie. Ni tampoco podía haber excepciones de ningún tipo (así funcionan los alemanes y así les va de bien). Iba a ser de hecho su primera ausencia de soñados y esplendorosos Domingos de Ramos en San Roque. Así lo pensaba, preso de la melancolía y el conformismo, mientras veía en el fondo de pantalla de su ordenador una imagen compuesta del Señor de las Penas y su Virgen de Gracia y Esperanza. Abrió el cajón derecho de la mesa de su despacho y se encontró de bruces con una vieja estampa del Cristo de San Agustín (con siete siglos de devoción sevillana) que su abuela le regaló siendo todavía un niño. Cerró los ojos y soñó con la estrechez de Caballerizas y una Plaza de Pilatos a reventar. Suspiró y posó suavemente su mano derecha sobre la pantalla del ordenador. Melancolía teutóna al sevillano modo.
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