domingo, 26 de junio de 2011

El implacable paso del tiempo



Alguna que otra vez me suelen llegar por correo electrónico crueles fotos, de gente famosa, demostrativas del paso del tiempo y el estrago que producen los años. No imagino crueldad en los remitentes salvo por las secuelas que provocan en la sensibilidad de algunos de sus destinatarios. Estrellas del celuloide del ayer retratadas comparativamente en la actualidad. Antes, en el máximo esplendor de sus fulgurantes carreras cinematográficas, y hoy, venerables ancianas en el cenit de su decadencia física. Basta comparar las fotos de mi idolatrada Kim Novak y, no encuentro mejor antídoto, que volver a recordarla –gracias a la magia del Cine- pletórica de eterna belleza e imperecedera en la inmortal película, “Picnic”. Un bellezón del diez que hizo soñar a toda una generación de cinéfilos de todo el mundo. Mostrar su decadencia actual con el paso lógico e implacable de los años se me antoja, además de estéril, algo innecesario y cruel. Recuerdo que mi primer amor platónico fue recién cumplido los 16 años de edad. Trabajaba en la calle San Luís y cada día me cruzaba justamente allí donde en Bustos Tavera tenía su sede el Cine Apolo con –para mí ensoñación- la quinceañera a la que cantaba el Dúo Dinámico. “Quince años tiene mi amor….”. Yo le tenía cogida la hora y siempre cronometraba mi salida para cruzarme con ella. Me daba la impresión que me sonreía y nunca –por timidez- crucé una sola palabra con ella ni supe su nombre ni a donde se dirigía. Era guapa a rabiar y siempre venía acompañada de una muchacha algo mayor que ella. Las veía acercarse a lo lejos y mi corazón palpitaba como un tambor rociero el Lunes de Pentecostés. Un día dejé de verla y siempre lamenté no haber sido capaz de haber superado mi timidez e intentar hablarle. Pasó el tiempo y un día, hace ya muchos años, volví a verla de nuevo. Fue en la Playa de Punta Candor por tierras roteñas. Estaba montando mi sombrilla y de reojo pendiente de que mis hijas no se adentraran mucho en el agua. Justo a nuestro lado había una familia pertrechada con todos los utensilios playeros y, donde solo faltaba un camello a la puerta de la jaima que habían montado. ¡Y allí estaba mi amor platónico juvenil de la calle Bustos Tavera! Iba embutida en un imposible bikini de rayas que solo hacia resaltar su oronda figura. Aquel pincel de mi juventud se había convertido en una sucursal de la extinta Casa Padura. Preparaba en una amplia mesa de camping bocadillos por doquier. Tenía una hilera de “taperwés” con filetes empanados, tortillas, chacina variada y pimientos fritos. Completaban la mesa dos platos de tomates aliñaos, varios vasos de plástico, una “litrona” de la Cruz del Campo y dos botellas de 2 litros de La Casera, una de naranja y otra de limón. Un enjambre de niños mojados iban y venían como hormigas en busca de cáscaras de pipas de girasol. Era ella sin ningún género de dudas. Uno de los adultos se dirigió a ella como “Merchi” y, 25 años después y con un sobrepeso de 40 kilos, pude saber su nombre. Me quedé atónito del cambio experimentado por la “Merchi”. Cuando comprobé que a mí ni siquiera me conoció, saque dos posibles conclusiones: o había sido una atracción juvenil solamente por mi parte, o por el contrario yo había cambiado más que ella. En ambos casos mi ego no salía muy bien parado que digamos. Cuando nos marchamos a comer allí seguía la “Merchi” alimentando a la tropa, y con un “maromo” roncando a su vera tendido en una toalla de la “Coca-Cola”. Le eché huevos y me despedí con un: “Adiós, que tengan ustedes un buen día”. Me miró y se sonrió mientras me decía: “Vayan ustede con Dió, que tienen ustede unas niñas mu guapas”. ¡Tú si que eras guapa!, pensé para mis adentros. En ese instante se me rompió la magia que posiblemente exista para eso: para romperse algún día.
Pero eso si, siempre nos quedarán los sueños juveniles y la calle Bustos Tavera sevillana. El tiempo, el implacable paso del tiempo y la mare que lo parió.

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