Era su estreno como abuelo playero. La mañana se encontraba justo en el ecuador desde donde el astro sol va, poco a poco, marcando su dominio implacable. La playa lentamente se iba desperezando de un radiante amanecer impregnado de brisa marinera y, en donde Dios, echa el resto en su paleta de colores. Nada como el mar refleja la vida en toda su gama de contrastes. Se increpa y se serena sin solución de continuidad. La lejanía une mar y cielo como si se fundiera lo efímero con lo eterno. Días plomizos otoñales proclives a la melancolía. Fulgurantes días veraniegos donde la luz y la vida se rompen en un estallido de efímera felicidad. Los atardeceres playeros son un rotundo ejemplo de cómo morirse ahítos de felicidad y en paz con Dios y los hombres. El Mar –la Mar como diría Rafael, el Poeta del Puerto-, se nos muestra como un arco iris multicolor, donde la vida toma cuerpo y forma en todos sus matices vivénciales. Cuando Dios creó el Mundo lo hizo para que los hombres tuvieran puertos donde arribar a través de los mares. El Mar –la Mar- al igual que la vida viene y se va pero nunca se queda. Y allí estaba a pié de playa sin más compaña que el último eslabón de su cadena sentimental: su nieto. Se mostró gozoso y obediente cuando alguien le dijo: “Papá, llévate al “chico” a la playa que a nosotros nos queda todavía un rato”. Dichosos vosotros, pensó, que aún os quedan muchos, muchísimos, ratos. Mientras notaba como el mar se iba animando y dejaba sobre sus pies el suave beso de su espuma, observó a su nieto sentado placidamente en la arena mojada, jugando con los inmortales utensilios infantiles playeros: cubo y pala. Tenía puesta una camiseta blanca con un sonriente “Pokemon” en el centro. Una gorrita con la cara cuadriculada y amarillenta de “Bob Esponja” le cubría su frágil cabecita. Mientras le miraba sonrientemente complacido no pudo evitar pensar que, en cada época, los niños son sujetos pasivos atrapados por sus personajes infantiles. Hace años, muchos años, que el Mundo es una gran Tienda desde donde se programan las necesidades de niños y adultos. Todo lo que sirva para que sean felices a través de su ensoñación infantil bienvenido sea. Poco a poco la playa se fue poblando de veraneantes y las sombrillas clavadas en la arena eran pequeños círculos de familiares connotaciones. La magia se estaba diluyendo como su pensamiento marinero. El hechizo quedó roto cuando el Mar –la Mar- pasó a convertirse en playa dominguera. Ahora era un compendio de voces y ecos mezclados con el ruido del viento sobre las olas. Ya la mañana se le escapaba de las manos y, dentro de poco, los olores de sardinas de los cercanos “chiringuitos” marcarían el territorio de los “Pacos” y “Antonias” moranqueros. Terminó de despertarse a la realidad de lo cotidiano cuando una voz de terciopelo, sangre de su sangre, le dijo a sus espaldas: “Papi, que ya estamos aquí. ¿Cómo se ha portado el chico?” “Bien, muy bien”, les contestó. “Los dos hemos cubierto nuestro ciclo existencial ante la Mar: él, inmerso en su claro amanecer jugando con la arena, y yo, soñando atardeceres de luces que se apagan prendidos con los alfileres de lo vivido”. Lo dijo Rafael, el del Puerto: el Mar, la Mar, el Mar…..la Mar. ¡Y Dios en la última playa!
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