miércoles, 21 de septiembre de 2011

Sonanta de fría luna



Veía sentado desde la atalaya de su cuidada habitación en la Residencia de Mayores de un pueblo del Aljarafe, como la tarde se moría lentamente difuminándose entre los olivos del horizonte. En las playas andaluzas la tarde se esconde cuando el sol se sumerge, poco a poco, en las aguas que funden en el horizonte mar y cielo. En el Aljarafe las tardes no se esconden sino que simplemente se mueren para volver a renacer en esplendidos amaneceres. Se llamaba Francisco Baena García, había nacido en 1920 en un pueblo de Sevilla y era conocido en el mundillo del Flamenco más intimista como, “Paquito el de Peñaflor”. Su afición a la guitarra le llegó como caída del cielo cuando una turné comandada por Pepe Marchena actuó en su Pueblo. Escuchó tocar la sonanta a “Manolo de Huelva” y se quedó atrapado entre sus acordes para el resto de sus días. Se dijo para sus adentros: “Un día no muy lejano yo seré guitarrista”. Aprendió desde muy joven a fuerza de voluntad y con los acordes que un ciego de Montellano tuvo a bien enseñarle. Se marchó a los Madriles siendo muy joven en busca de gloria y fortuna. Poco podía imaginar que ambas damas casi siempre se muestran esquivas con quienes las buscan con el alma en duermevela. Lo difícil no es buscar la fama, sino que sea ella quien te busque y te encuentre a ti. Fueron durísimos años de posguerra enmarañado en la infantería del Flamenco. Noches tocando de manera stajanovista en tablaos madrileños para terminar, en madrugadas eternas de cante y vino, por las ventas y colmaos de los alrededores de Madrid. Fue, en definitiva, un jornalero del “Toque”. Se casó, enviudó y nunca tuvo hijos. Si acaso tan solo una que respondía al nombre de: Sonanta. Todos esos años pasaron a una velocidad vertiginosa. Durmiendo a la salida del sol y viviendo intensamente la noche bajo el influjo flamenco de la lunita plateada. Ahora, desde la cima de sus ochenta y cuatro años recién cumplidos, recordaba sus vivencias desde aquel reducto de cuerpos que se arrastran y mentes que se pierden por la nebulosa del olvido. Su vida envuelta entre copas de vino, humos de puros habanos, “mujeres de la vida” y cantes que arañaban las paredes del alma. Siempre en la memoria su compare del alma, Rafael Romero “El Gallina”. Una noche inolvidable que tuvo el honor de acompañar el Cante del “Genio de la Alameda Sevillana”, Manolo Caracol, y este, después de darle ocho mil reales al amanecer, le dijo: “Paquito me has tocao la guitarra como pa llevarme tres días cantando”. Ahora, allí estaba de pie junto a su ventana, recordando preso de la melancolía los años vividos y perdidos en el mágico círculo de la existencia. Exiguas eran las pertenencias personales que configuraban su cuarto en la Residencia. Algunas prendas roídas por el paso del tiempo; una foto enmarcada de la Virgen de Villadiego, Patrona de Peñaflor; otra del madrileño Cristo de Medinaceli y una foto dedicada de Manuel Serrapí Sánchez, “Niño Ricardo”. Eso si, apoyada en un rincón, tenía una vieja guitarra guardada como oro en paño dentro de una funda negra como el azabache. La abría cada mañana con sumo cuidado y sentado en el borde de la cama la acariciaba dulcemente (su artrosis nodular erosiva en ambos manos ya no le permitía tocarla. Acariciarla ya era otra cosa). Los días pasaban con la desesperante lentitud que pasan para aquellos que ya no tienen agenda ni prisas. Ningún Diccionario Enciclopédico del Flamenco lo citaría siquiera. Ninguna biografía lo nombraría aunque fuese de manera colateral. Simplemente, nunca había existido oficialmente para la Historia de la Guitarra Flamenca. ¿Paquito el de Peñaflor? Nadie daría razón de él y mucho menos de su esplendido toque flamenco “ricardiano”.
La tarde le iba dejando paso a las primeras sombras que presagiaban el manto negro de la noche. Una lágrima negra nacida del llanto amargo de la Siguiriya le resbaló por su mejilla. Estaba solo, tremendamente solo.

Un gorrioncillo - pajarillo pardo por la Carrera de San Bernardo- se posó en su ventana y trinando de manera acompasada levantó el vuelo. Se secó la cara con la manga de su pijama mientras lo veía alejarse volando por el cielo aljarafeño. Sacó la guitarra de su funda apoyando su mano izquierda en la cejilla. Cerró los ojos y soñó que su compare “El Gallina” le decía: “Paquito ponla al tres por medio”. Venciendo la artrosis empezó a articular sus dedos en el aire emitiendo sonidos con la boca. Trin, trin, tran, trin, trin, tran…. Se sonrió soñando con el recordado comentario de Caracol: “Lo dicho Paquito, me has tocao pa llevarme cantando tres días”. Eso, al menos, ya nadie podía quitárselo.

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