Mi abuelo Félix dialogaba mucho conmigo en mi niñez y, con los años, hay dos cosas que me han quedado meridianamente claras: una, que cuanto me decía era producto de la bondad y la sabiduría y, dos, que el recordar nítidamente, después de tantos años, sus atinados consejos es un síntoma inequívoco de que no “cayeron en saco roto”. Hoy, desgraciadamente, los abuelos ni están ni se les espera. Llevan a sus nietos –los que aún permanezcan en activo y no sean ya carne de Residencia- a colegios y guarderías y ven a sus hijos menos tiempo que a los carteros. Son elementos complementarios y accesorios en nuestras ajetreadas vidas pero, poco o nada, nos interesa aprender de ellos. Lo que han aprendido en el duro y noble ejercicio de vivir quedará perdido en la nebulosa del tiempo, pues nuestras compulsiva vida no está para prestar oídos a las” batallitas del abuelo”. Nuestra generación se crió amparada y sedimentada al calor de nuestros añorados abuelos. Los padres mantenían; las madres educaban y, los abuelos, reconducían nuestras incipientes vidas hacia metas donde primara la bondad, el esfuerzo, la solidaridad y la inteligencia. Existía un perfecto equilibrio que hoy ha sido seriamente alterado y que vamos a pagar –fundamentalmente por el orillamiento de los abuelos- a un precio muy caro. Niños sin abuelos es igual a flores sin jardineros. No llegué a conocer a mi abuelo paterno (por quien llevo su nombre) ni a mi abuela materna (también, Juan y Luisa igual a Juan Luis). Pero mi abuelo Félix y mi abuela Teresa configuran la cima de mi memoria sentimental. Los consejos de mi abuelo eran sentencias que a la postre me han servido para encarar la vida apoyándome en unos principios hoy, desgraciadamente, en desuso. Cosas tales como: “No olvides nunca que un buen lector nunca estará solo”; “No es suficiente con que parezcas honrado: además tienes que demostrarlo”; “No le hagas a ninguna mujer lo que no te gustaría que le hicieran a tu hermana”; “No metas la mano en dudosas candelas y luego te quejes de haberte quemado”; “Aprendes a separar la frontera que separa las aficiones de los vicios”…Mi abuela Teresa era la bondad personificada y no he conocido a nadie con una actitud vivencial más justa, noble y solidaria. Creo que la generación de nuestros padres ha sido la última que ha podido realizarse como abuelos potenciales. No es casualidad que mi hija le haya puesto Rafael –el nombre de mi padre- a su primer vástago. Mi padre frecuentaba casi diariamente mi casa –cruzaba Sevilla de punta a punta- para tener ocasión de relacionarse con sus nietas. No quería renunciar a su condición de abuelo y el premio ha sido la inmortalidad a través de los recuerdos sentimentales. Hoy, con esta “forma de vida” que hemos creado, las cosas van por otros derroteros. ¿Si carecemos de tiempo para dedicárselo a los niños como vamos a perderlo con los mayores? El tiempo, juez inapelable de casi todo, pondrá las cosas en su sitio, aunque posiblemente ya será demasiado tarde para las lamentaciones.
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