Vivimos permanentemente empeñados en conseguir aquellas cosas que consideramos excepcionales y, posiblemente, obviamos de manera involuntaria el inmenso tesoro de disfrutar las cosas cotidianas. No es la primera vez, y tampoco será la última, que dedicó un “Toma de Horas” a la hermosa rutina diaria. El primer encendido del ordenador para ver que se “cuece” por ahí fuera; el primer café mañanero en buena compañía, y la compra del pan y el periódico como los primeros compases del arranque del nuevo amanecer que se te regala. Cuando un día la vida, en cualquiera de sus expresiones de negatividad, nos aleje de la rutina diaria, comprenderemos -quizás demasiado tarde- cuanto duele la añoranza del paraíso perdido. La vida es fundamentalmente tiempo. El mismo adquiere su sentido cuando lo transformamos en momentos gozosos. Para mí, el pasear cada mañana por donde deambularon mi niñez y juventud –el Casco Antiguo de la Ciudad- representa un noble ejercicio de autoafirmación. Me reafirmo en lo que fui; en lo que soy y en lo que seré mañana. Habito en la Barriada donde tengo mis “señas” administrativas y vivo allí donde mi alma se funde con mi cuerpo. Confundir ambos conceptos –habitar y vivir- es confundir la noche con el día. Cada vez necesito menos para esto que llaman el “ejercicio de existir”. Un café; un periódico; una copa al mediodía; un libro o un CD conseguido a bajo precio en el “Jueves” o algún caprichito en la “rebajas” (intentando inútilmente que el ropaje exterior camufle al interior), y mis necesidades adyacentes quedarán cubiertas. Pago religiosamente –nunca mejor dicho- las cuotas de las cuatro Hermandades a las que pertenezco con el pleno convencimiento de que le dan un uso solidario a ese dinero. Me he preocupado con el paso de los años en tratar de cultivar al alcornoque que llevo dentro. El Flamenco; el Cine; la Literatura; el Jazz; la Música Clásica; el Teatro y la Pintura, forman parte indisoluble de mi vida cotidiana. Nunca me interesó a nivel personal penetrar en el turbulento mundo de las ambiciones personales. Solo fui ambicioso empeñado en que las ramas de mi árbol genealógico crecieran sanas, cultas y libres. Me aburren estos “pavos reales” que intentan, a todas horas, camuflar su orfandad interior detallándonos el inventario de sus “logros” sociales. Se autoexcluyen de los placeres cotidianos con la excusa permanente de la carencia de tiempo y, lo más triste, dividen a la Sociedad entre triunfadores (ellos) y perdedores (todos los demás). El trabajo –hoy tan difícil de mantener o conseguir- se nos antoja vital para mantener a nuestra “tropa”, pero siempre podremos sacar alguna porción de tiempo para los necesarios placeres cotidianos. Cuando por imperativos de la vida y las cosas un día no podamos disfrutarlos, notaremos el dulce amargor de los besos que se pierden en el aire por no encontrar donde estamparse. Infatigables bucaneros de botines saqueados que siempre terminan perdiéndose la hermosura de los mares. Unos, en sus camarotes contando desconfiados sus doblones de oros. Otros, en la proa mirando las estrellas en noches de luna llena soñando con atrapar los besos furtivos. Unos y otros; otros y unos. Todos, en definitiva, navegando –a favor o en contra- por los mares de la cotidianidad. Disfrutarla o perdérsela he ahí el dilema.
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