Posiblemente sea en Sevilla donde este entramado urbano y sentimental reciba un mayor número de denominaciones. Podemos llamarla plaza; plazuela; plazoleta e incluso placita. Los hay de distintos tamaño y consideración, asumiendo que cada sevillano tiene atada a su memoria sentimental su particular plaza. Si personalmente tuviera que decantarme por alguna tendría que repartir mi corazón en cuatro mitades. Plaza de las Mercedarias siempre atada a mi niñez a través de una deshilachada pelota de trapo. La de la Alfalfa de domingos de trinos cautivos, amarillento alpiste y jaulas sujetas a regateos sin tregua (momentos mágicos del ayer, irremediablemente perdidos como tantas cosas en la Ciudad), y siempre rendida a los pies de Ella cuando cada tarde de Martes Santo aparece deslumbrante por la calle Candilejos. San Lorenzo como el epicentro de nuestras emociones más nobles y sevillanas. “Camino de Santiago” de generaciones de sevillanos buscando el consuelo de los que ya no tienen donde agarrarse. La de Doña Elvira de amores adolescentes bajo el influjo de la lunita plateada; una fuente que llora silenciosa por estar fuera de los jardines del Alcázar y todo, absolutamente todo, aderezado por el soniquete de la guitarra bohemia de Lucas. Por esas plazas pasé de la niñez a mis asuntos y envejecí comprobando entristecido un común deterioro: el de ellas y el mío propio. Son las plazuelas del alma hoy sucias, abandonadas y olvidadas, añorando su pasado esplendor. Carentes de las risas infantiles del ayer y suspirando por los besos furtivos de los adolescentes enamorados. Hoy sus fuentes están secas, y las vacías bolsitas de “gusanitos” esparcidas por su interior son un claro síntoma de la oquedad que nos invade. Las Mercedarias es un páramo que se nutre –de lunes a viernes- del oasis infantil de su Colegio, y de la paz espiritual con los rezos de sus monjas ante la antigua Virgen de la Merced. La de la Alfalfa una frontera vertiginosa que nos introduce sin solución de continuidad hacia terrenos de capirotes; sombreros cordobeses; sandalias nazarenas; botos camperos; laboriosa ropa de Cuadro, y un reinado compartido por los dos Antonios: caramelos para endulzarnos el alma y accesorios de colores para embellecer los cuerpos. La de la señora -¿o era señorita?- Doña Elvira es cada día un inmenso paellero al aire libre regado por una bebida tan sevillana como: ¡la sangría! En los últimos años allí cambiaron los suspiros por los eructos. La de San Lorenzo es eterna gracias a su Misericordioso Vecino. Todo queda relegado a un segundo plano ante su cercana Presencia. Asumimos resignados en su día el “arreglo” (manifiestamente mejorable) de una Plaza que a no dudar debe ser, de las de Sevilla, la que más nítidamente se ve desde los Cielos. Son las plazuelas del alma que cada sevillano recrea a través de su memoria sentimental. En ellas quedarán flotando nuestras almas cuando ya solo seamos alados retazos en el recuerdo de una Historia interminable. La tuya; la mía; en definitiva….la nuestra.
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