No existen un Cante para cada momento del día: existe un Cante para cada momento del alma. El Flamenco, como la vida misma, es un compendio de luces y sombras. Gozos y penas alambicadas al noble, hermoso y duro ejercicio de la vida. No podía existir un escenario más noble para su nacimiento y desarrollo que la vieja y sabia Andalucía. Imaginarlo –en sus orígenes- fuera de este contexto de mares espumosos, regueros de verdes olivos, minas imantadas y pueblos blancos de luminosa cal es mucho imaginar. El árbol genealógico de los Cantes no solo alcanza la perfección sino que incluso la supera. No existe un entramado cultural-sentimental de mayor alcance y contenido. Está dicho todo y, además, muy bien dicho. En los diferentes “palos” -estilos- de los Cantes podemos encontrar los flecos de la pena amarga pero también los de la dicha compartida. Se sobrecoge el alma escuchando a Chocolate cantar por Siguiriya para, sin solución de continuidad, liberarla para que vuele esplendorosa cuando Morente canta por Tangos. El contexto literario del Flamenco es estremecedor y reúne en sus letras cuanto la vida nos ofrece en cualquiera de sus dulces y amargas variantes. En su parte trágica con cinco elementos sustanciales que determinan la orfandad de los humanos: madre, desamor, cárcel, salud (perdida) y muerte. En lo festivo un quite a la tragedia inherente al ejercicio de la existencia a través del “roneo”. Dice una Siguiriya: “Desde que murió mi mare / la ropita de mi cuerpo / no encuentro quien me la lave”, para luego cantar por Bulerías: “Se merece esta gitana / por sus buenas intenciones / que le llenen las ventanas / de claveles reventones”. La Soleá, siempre la Soleá, como elemento vertebrador de todo cuanto el Flamenco encierra de sustanciada verdad. Dos ejemplos estremecedores: “Me siento más desgraciao / que aquel que se ve en la calle / como un perro apaleo”. ; “Te cegaron los dineros / y ahora andas de boca en boca / con tu honra por los suelos”. El Flamenco se nutre de los elementos residuales del alma humana para, desde la bohemia y la belleza, enhebrar la estética más sublime. Como el Jazz no es una música coral ni sentimentalmente corporativa. Siempre prevalecerá el individualismo. Aunque un escenario esté lleno de artistas flamencos quien baila, canta, toca o palmea lo hace desde la soledad del artista ante el infinito. No existen apoyaturas corales como en la Música Clásica, ni tampoco pentagramas donde apoyarse. Es la verdad desnuda de los seres humanos ante el vértigo ineludible de la soledad. El hombre (y la mujer) luchando denodadamente para evitar lo inevitable: ser atrapados por el fantasma de la pena amarga. El Flamenco nos salva a través de la redención y nos sitúa en nuestro justo contexto existencial: almas errantes, en definitiva, en busca del paraíso soñado.
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