Desde hace algunos años lo veía cada mañana cuando él sacaba a pasear a
su perro y yo me encaminaba a tomar mi primer y único café del día. Nos
cruzábamos un escueto y educado “Buenos días”. Debía tener no menos de setenta
y cinco años de edad. Enjuto, elegante, reflexivo, siempre impoluto en su
vestimenta y paseando al perro que posiblemente fuera el can mejor educado de
toda la Barriada. Recogía
presto la caca perruna en una bolsa que portaba en uno de sus bolsillos. Vivía al
final de mi calle sin más compañía que su perro. Al parecer había enviudado
recientemente y su único hijo vivía y trabajaba (¡bonita palabra!) por tierras
sudamericanas. Era de esas personas con las que por pudor nunca rompes el hielo
de lo meramente formal. Siempre llevaba un cigarro encendido en su mano
izquierda y con la derecha portaba a su noble canino. Acompañaba sus saludos
con una ligera inclinación de cabeza. Dejé de verlo hace unos días y tuve el
presentimiento de que algo malo –o al menos imprevisto- le había ocurrido. Ayer
un vecino que es una versión de Jesús Mariñas en clave pinomontanera me sacó de
dudas. Parece ser que los vecinos veían que la poca ropa que tenía tendida
pasaban los días y no las recogía. El perro emitía desde dentro del piso una
especie de lamento presagio de su ya inevitable orfandad perruna. Después de
insistir varias veces al timbre de su puerta y otras tantas al porterillo
seguía sin dar señales de vida. Los bomberos descerrajaron la puerta y se
encontraron a nuestro hombre sentado muerto en el sofá. La tele estaba
encendida con el volumen muy bajo. Tenía las gafas cogidas con su mano derecha
y entre las piernas caído un ejemplar abierto del “Diario de Sevilla”. Dicen que el perro mostraba un enorme grado
de nerviosismo y muy agotado gemía de manera incesante. Ignoro como transcurrió
la vida de este buen hombre. Posiblemente tuviera que mascar su soledad en el
duro día a día. Su hijo y nietos (tenía dos) vivían a miles de kilómetros. Todo
propiciado por una clase política –la española- más preocupada de sus intereses
que del escarnio que han propiciado con su nefasta gestión en no pocas
familias. Notaré su ausencia en estas mañanas de octubre con sus dulces
amaneceres. Son personas que nutren nuestra vida cotidiana de un cierto halo de
verdad. Antes, las mujeres tendían la ropa al sol y era motivo de improvisados
y afectuosos encuentros. Hoy, es la ropa tendida la que, huérfana de recogida,
nos lleva al encuentro de la soledad más descarnada. Ropita, la sempiterna
ropita tendía. Vivir para tender y… que, al final, otros te terminen recogiendo
la ropa.
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