Era un hombre que debía rondar los setenta años de edad. Más que huraño
era retraído y más que serio era formal. Enjuto, bajito de cuerpo y siempre
peinado hacía atrás con brillantina. Desde la accesoria de una casa en la calle
Bustos Tavera sevillana regentaba un negocio de compra, venta y alquiler de
novelas y tebeos. Allí tenía apilados desde novelas del Oeste de Marcial
Lafuente Estefanía a otras de “El Coyote” de José Mallorquí. Desde novelas rosa
de Corín Tellado a tebeos de “El Capitán Trueno” o “El Jabato”. Allí, con frecuencia, acudíamos los niños de
la zona a cambiar, alquilar o comprar tebeos usados. Nuestro hombre siempre
estaba sentado en un taburete en la puerta de su negocio. Independiente de la
época del año siempre tenía la camisa arremangada y en su brazo derecho lucía
tatuado el escudo de la Legión. Tenía casi siempre un
cigarro apagado entre la comisura de los labios y, al lado del taburete, una
botella de vino blanco con una caña adaptada en su cogote para beber a morro.
Pero en realidad su gran afición y de la que se sentía enormemente orgulloso
era la de restaurador de poemas. Estaba convencido de que todos los versos eran
manifiestamente mejorables y decía que a tal menester pensaba dedicar todo su
tiempo libre. Cogía un libro de poemas de cualquier poeta y cambiaba aquellos
versos que no terminaban de convencerle del todo. Por ejemplo donde Machado
escribió… “Mi infancia son recuerdos de
un patio de Sevilla….él corregía y quedaba lo siguiente…”Mi niñez se quedó flotando en un patio
sevillano….Se mostraba orgulloso con estos cambios y estaba seguro de que
los mismos poetas se lo hubieran agradecido. Tenía apiladas en una estantería
un gran número de carpetas azules de gomilla donde, en folios perfectamente
ordenados, tenía anotados sus “restauraciones de versos”. Todo dispuesto por
riguroso orden alfabético y allí estaban mutilados desde Becquer a Verlaine y
desde Rubén Darío a Whitman. Cogía un
máximo de diez poemas por poeta y los cambiaba a su criterio. Con enorme
orgullo les mostraba el resultado de sus “restauraciones” a aquellas personas que
él consideraba cultivadas. Una vez “restaurado” el poema ponía debajo su nombre
junto al del poeta y marcaba la fecha del “cambio”. Murió triste y solo en el antiguo
Psiquiátrico de Miraflores. Las carpetas azules testigo de su tarea “sanadora”
de poemas mal concluidos serían tiradas a cualquier contenedor. Seguro que
alguien comentaría al ver su contenido: “Cosas de majareta”. Lo imagino en sus
últimos días sevillanos recitando en voz baja por el patio del Manicomio…. “Clamé al cielo y no me oyó / más si sus
puertas me cierra / de mi locura en la tierra / responda “El Coyote” y no yo”. ¡Cuántos personajes nos ha dado esta mágica
Ciudad!
Creo que queda alguna tienda de estas encantadoras, en calle Castilla, o alguna en el centro, pero recuerdo la famosa del jueves, frente a Montesión.
ResponderEliminarEsos personajes que nos pintas van desapareciendo de nuestra Sevilla, pero podremos seguir gozando de ellos acudiendo a tu cuaderno, de donde no pueden escapar. Un abrazo. José Luis Tirado.