martes, 23 de septiembre de 2014

¿Tradición o barbarie?





“Ninguno cree que hace mal si
los demás no juzgan que lo hace”
- Juan Luis Vives -

En los estertores del verano se produce todos los años un acontecimiento en el pueblo de Tordesillas (Valladolid) llamado “El Torneo del Toro de la Vega”.  Consiste en soltar un toro a campo abierto y lancearlo de manera absolutamente cruenta e inmisericorde. Según argumenta la mayoría de vecinos del citado pueblo de Tordesillas tan cruel comportamiento con el animal obedece a una tradición heredada de muchos siglos y, ya se sabe, las “tradiciones” son sagradas.  Los videos con la cacería a la que someten al animal ha dado la vuelta al mundo situando a España –una vez más-  enmarañada en su arcaico, nebuloso y sangriento pasado.  Este año la cosa ha terminado en una batalla a palos y pedradas entre partidarios y detractores de la “Fiesta”.  Aclarar como cuestión previa que me considero un gran aficionado a la Fiesta de los Toros pero, le pese a quien le pese, eso es algo bien distinto y para nada sustentado en la crueldad sino en el Arte de Cúchares.  Se lidia a un toro que precisamente, no lo olvidemos, se llama así: de LIDIA.  Las Corridas de Toro se desarrollan con un riguroso Reglamento que posibilita que la faena discurra dentro de los cauces legales y nunca utilizando el morbo de la sangre como principal referente. Que existan personas que no les guste la Tauromaquia me parece normal y están en su perfecto derecho de promover su desaparición. ¡Faltaría más!  Pacifica y civilizadamente todos los argumentos son validos dentro de una verdadera Democracia. Todavía, cuando estamos en la segunda década del siglo XXI, quedan rescoldos de una hoguera española que el mundo conoció como la “España Negra”.  Se tiran pavas o cabras desde lo alto de los campanarios. Se les pone bolas de fuego en los cuernos a toros indefensos mientras se disfruta al verlos correr despavoridos.  Se embadurna con alquitrán y se reviste con plumas pegadas a su cuerpo a un hombre (generalmente con pocas luces).  Todo sea por las “nobles tradiciones” de la España profunda. Los alcaldes de los pueblos en cuestión anteponen el no disgustar a los vecinos antes que su ideología o su sentido de la racionalidad.  El político vive prioritariamente de los votos y cualquier cosa que pueda enfadar a los –sus- vecinos siempre será rechazable de plano. Siempre argumentan: ¿Que importa la vida de un toro, una cabra o una pava cuando tantos niños pasan hambre por el mundo?  ¿Qué cojones hacen aquí los forasteros jodiéndonos la fiesta?  Toman la bandera del pueblo en cuestión y sitúan a los vecinos, como en el flautista de Hamelín, detrás suya.  Ahora más que nunca urge leer –y releer- a Julio Caro Baroja uno de nuestros mejores antropólogos y, posiblemente, el más solvente y riguroso de todos ellos.  Evidentemente nadie lo hará. Investigar seriamente sobre el origen de nuestras tradiciones puede desembocar en sorpresas no deseadas.  Las tradiciones cuando se sustentan en la nobleza se enredan  amorosamente con el paso del tiempo permaneciendo atadas a la memoria cultural y sentimental de los pueblos.  Cuando tradición y perversidad caminan cogidas de la mano es una cuestión insana e inútil intentar mantenerla.  Pero, a que engañarnos, en nuestra Piel de Toro siempre tuvo una importancia vital el fuerte arraigo de lo tribal.  Luego nos quejamos que, a estas alturas, España esté todavía pendiente a nivel político y social de una profunda y verdadera vertebración.

Nosotros y los demás; los demás y nosotros. Somos tan solo nuestra gente y nuestras circunstancias pasadas, presentes y futuras. Es nuestro pueblo; son nuestras tradiciones; es nuestra manera de entender la vida y al que no le guste que se joda y mire para otro lado.  País que diría el genial Forges.


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