“Ninguno cree que hace mal si
los demás no juzgan que lo hace”
- Juan Luis Vives -
En los estertores del verano se produce todos los años un
acontecimiento en el pueblo de Tordesillas (Valladolid) llamado “El Torneo del
Toro de la Vega”. Consiste en soltar un toro a campo abierto y
lancearlo de manera absolutamente cruenta e inmisericorde. Según argumenta la
mayoría de vecinos del citado pueblo de Tordesillas tan cruel comportamiento
con el animal obedece a una tradición heredada de muchos siglos y, ya se sabe,
las “tradiciones” son sagradas. Los
videos con la cacería a la que someten al animal ha dado la vuelta al mundo
situando a España –una vez más-
enmarañada en su arcaico, nebuloso y sangriento pasado. Este año la cosa ha terminado en una batalla
a palos y pedradas entre partidarios y detractores de la “Fiesta”. Aclarar como cuestión previa que me considero
un gran aficionado a la Fiesta
de los Toros pero, le pese a quien le pese, eso es algo bien distinto y para
nada sustentado en la crueldad sino en el Arte de Cúchares. Se lidia a un toro que precisamente, no lo
olvidemos, se llama así: de LIDIA. Las
Corridas de Toro se desarrollan con un riguroso Reglamento que posibilita que
la faena discurra dentro de los cauces legales y nunca utilizando el morbo de
la sangre como principal referente. Que existan personas que no les guste la Tauromaquia me parece
normal y están en su perfecto derecho de promover su desaparición. ¡Faltaría
más! Pacifica y civilizadamente todos
los argumentos son validos dentro de una verdadera Democracia. Todavía, cuando estamos
en la segunda década del siglo XXI, quedan rescoldos de una hoguera española
que el mundo conoció como la “España Negra”.
Se tiran pavas o cabras desde lo alto de los campanarios. Se les pone
bolas de fuego en los cuernos a toros indefensos mientras se disfruta al verlos
correr despavoridos. Se embadurna con
alquitrán y se reviste con plumas pegadas a su cuerpo a un hombre (generalmente
con pocas luces). Todo sea por las
“nobles tradiciones” de la
España profunda. Los alcaldes de los pueblos en cuestión
anteponen el no disgustar a los vecinos antes que su ideología o su sentido de
la racionalidad. El político vive
prioritariamente de los votos y cualquier cosa que pueda enfadar a los –sus-
vecinos siempre será rechazable de plano. Siempre argumentan: ¿Que importa la
vida de un toro, una cabra o una pava cuando tantos niños pasan hambre por el
mundo? ¿Qué cojones hacen aquí los
forasteros jodiéndonos la fiesta? Toman
la bandera del pueblo en cuestión y sitúan a los vecinos, como en el flautista
de Hamelín, detrás suya. Ahora más que
nunca urge leer –y releer- a Julio Caro Baroja uno de nuestros mejores
antropólogos y, posiblemente, el más solvente y riguroso de todos ellos. Evidentemente nadie lo hará. Investigar
seriamente sobre el origen de nuestras tradiciones puede desembocar en
sorpresas no deseadas. Las tradiciones
cuando se sustentan en la nobleza se enredan
amorosamente con el paso del tiempo permaneciendo atadas a la memoria
cultural y sentimental de los pueblos.
Cuando tradición y perversidad caminan cogidas de la mano es una
cuestión insana e inútil intentar mantenerla.
Pero, a que engañarnos, en nuestra Piel de Toro siempre tuvo una
importancia vital el fuerte arraigo de lo tribal. Luego nos quejamos que, a estas alturas, España
esté todavía pendiente a nivel político y social de una profunda y verdadera
vertebración.
Nosotros y los demás; los demás y nosotros. Somos tan solo nuestra
gente y nuestras circunstancias pasadas, presentes y futuras. Es nuestro
pueblo; son nuestras tradiciones; es nuestra manera de entender la vida y al
que no le guste que se joda y mire para otro lado. País que diría el genial Forges.
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