Cada jueves cuando acudo a Dos Hermanas a ver a mis nietos soy
participe de un hecho –curioso por lo inusual- que me llena de satisfacción. Mi hija vive muy cerca de la parte céntrica
del pueblo y, cuando deambulo por sus calles, observo como personas a las que
no conozco de nada me saludan cordialmente. Resulta gratificante cuando al
cruzarse contigo o pasas por sus puertas
te den las buenas tardes. Las veo sentadas placidamente viendo pasar la vida y,
lo más importante, viendo pasar la gente. Cuando alguien que no conoces de nada
te dice con franqueza “Vaya usted con Dios amigo” estamos recuperando lo mejor
del alma andaluza. No se trata de cotilleo
que eso hoy se lo reservan los programadores de la Tele-basura. Es
una actitud amigable y participativa para demostrarnos –y demostrarse- que no
es bueno estar solo. Recuerdo con un
profundo cariño, no exento de nostalgia, los veranos que pasaba de niño en Los
Palacios en casa de mi tía Isabel. Los
olores y los sabores del pan recién hecho, la uva de moscatel recién cortada,
las enormes sandias dulces como los primeros besos de adolescentes, los
albardones recién terminados y el mosto recién pisado inundaban sus calles y
plazoletas. Nadie cerraba la puerta de
su casa durante el día y la vida discurría con la placidez del tiempo atrapado
en todo su esplendor. Se estaba siempre dispuesto para lo bueno y preparado
para lo malo. No era una especie de
paraíso en la tierra sino más bien una forma de vivir donde primaban las
personas sobre todas las demás cosas. Pueblos pequeños donde todo el mundo se
conocía y la gente sin preguntar sabía quienes daban gato y quienes daban liebre.
Hoy el crecimiento demográfico nos hace crecer hacia fuera y decrecer hacia
dentro. He recordado en los Tomas de
Horas el triste final de un vecino de mi actual calle. Vivía solo y llevaba muertos dos semanas en
su piso. Los vecinos notaron que algo raro ocurría cuando pasaban los días y no
recogía sus pocas ropas tendidas en el tendedero. Es cierta la anécdota que Tom Cruise cuenta
en la película “Collateral” (2004). Un usuario del metro de Nueva York sufrió
un infarto y murió en su asiento. Ocurrió en una “hora punta” (lunes por la
mañana) y estuvo ¡nueve horas! dando vueltas por la Ciudad sin que nadie se
percatara de que estaba muerto. Recuerdo de niño que la ciudad de Sevilla
estaba perfectamente trazada y contextualizada por el contorno de cada
Barrio. Los del mío sabíamos que al
subir y bajar el Puente de San Bernardo, terminar el Pasaje Zamora, traspasar la Plaza del Salvador o desembocar
en la de San Francisco ya estabas, peligrosamente, fuera de tu protectora
demarcación. Las cosas han cambiado sustancialmente en mejoras materiales (hoy
de nuevo en entredicho) y en la triste perdida de las señas de identidad de
cada persona. En mi Barrio yo era para
todo el mundo el “Niño de Encarna la del Zaguán” o el “Chiquillo del Niño de
San Nicolás”. En la actualidad personas de mi entorno me conocen por “el
vecino del Sexto B”. Me temo que no solo no hablarán de nosotros cuando hayamos
muerto sino que puede que no lo hagan ni incluso estando todavía vivos. Como diría aquel: “No somos nadie”.
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