miércoles, 29 de abril de 2015

Relatos de la luna llena (1): El asentidor





El asentidor

  Cuando Leandro Pérez Cifuentes nació no se sabía bien que planeta reinaría pero debía ser uno extremadamente obediente. Fue un niño que se crió sin darle una mala noche a sus padres aunque, eso si, estaba suscrito a toda clase de enfermedades infantiles. Él las llevaba con monacal resignación y sus padres admirados ante tanto espíritu de sacrificio.  Era el menor de cuatro hermanos y el único varón de aquella camada criada para la vida y la obediencia en pleno corazón de la judería sevillana. Calle Verde que te quiero verde. Hizo la primera comunión en la Iglesia de Santa Cruz y fue el único, caso muy favorablemente comentado, que no se echó encima la taza de aquel engrudo marrón que llamaban chocolate Eso de que siempre lo señalaran positivamente como el ejemplo a seguir le sentaba como un tiro. Era el camino más corto para crearse enemigos en la vida. Cuando una madre le decía a su niño:”Aprende de Leandro” él ya sabía que su lista de enemistades tendría un nuevo “socio”.  Su infancia y juventud transcurrieron entre los estudios y los continuos recados que les hacía a sus padres y hermanas. Nunca respondía a nada con un no y, a pesar de que algunas veces estaba (con perdón) hasta los cojones, siempre callaba y obedecía las ordenes recibidas. Se licenció en la Facultad de Derecho con unas notas excelentes e hizo la mili como Alférez Provisional en el Regimiento Ligero Acorazado de Caballería Montesa-3 de Ceuta. Cada vez que un compañero de promoción y “ardores guerreros” tenía problemas él se ofrecía a hacerle la guardia pertinente. Siempre dispuesto para todo y para todos. A su vuelta se casó con Elena, su novia de  toda la vida. Cuando se casaron esta tuvo que tirarle del chaqué para que dijera el “Si quiero” pues ante la pregunta de rigor el cura no encontraba ninguna clase de respuesta. Siendo aún muy joven se “colocó” en  el Departamento de Estadística del Ayuntamiento sevillano. Allí su vida laboral transcurría entres sus obligaciones y las de aquellos que dejaban las suyas a medio hacer. Nunca le negaba un favor a nadie y todo le parecía bien. Tan solo una vez que se cogió un dedo al cerrar un cajón lo oyeron blasfemar acordándose del copón divino y no precisamente en términos místicos. Fue la comidilla del día en el Departamento pues nadie creía que Leandro fuera capaz de enfadarse por nada. Ver para creer: ¡Leandro blasfemando!

  No se le conocían más aficiones que la lectura de novelas de ciencia-ficción y la construcción de barcos en miniatura. Un día alguien le preguntó si era bético o sevillista y le contestó creando un nuevo término sevillano: “Soy betillista”. Fervoroso hermano, por tradición familiar, de San Esteban salía cada Martes Santo portando alguna insignia que no encontraba acople en ningún hombro. Siempre algún cofrade listillo  decía: “No preocuparos que ya se lo digo yo a Leandro”.

  Entre sus familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos y conocidos en general Leandro (el bueno de Leandro lo llamaban) gozaba de una gran consideración. Era un hombre muy poco hablador y casi siempre dispuesto a escuchar con suma atención a sus interlocutores.  Cuando se expresaba siempre lo hacía asintiendo con un escueto…“Tienes mucha razón”; “Es verdad lo que dices” o “Menos mal que tú te has dado cuenta”.  Escuchaba las mayores tonterías o sandeces mirando fijamente a los ojos de su interlocutor y mostrando una profunda atención como si quien le hablara fuera el mismísimo Séneca. Esto, dado que vivía en un mundo de falsos figurones, le había hecho granjearse el aprecio de propios y extraños.
 No era fácil encontrar hoy en día a alguien que supiera escuchar (aunque fueran una sarta de gilipolleces). Elena, su santa esposa presumía de su, no menos, santo esposo. Sus hijos de tener un padre comprensivo y poco proclive a innecesarias reprimendas. Leandro era la mesura personificada.

   Sus compañeros de trabajo siempre lo veían como la persona en la que, aparte de confiar ciegamente, se podía “utilizar” para cualquier menester. Sus amigos y vecinos lo tenían siempre a mano como un eficaz “paño de lágrimas” donde poder descargar adrenalina y frustraciones. Nunca se quejaba de nada ni de nadie y siempre mostraba una sonrisa beatifica ante los problemas de los demás.

   Cuando estaba a punto de cumplir los sesenta años de edad una cruel enfermedad lo derrotó en muy pocos meses. En ese tiempo nadie, salvo sus familiares más cercanos, fue a visitarlo. Eso si, el día que una cerilla lo terminaría convirtiendo en un montón de cenizas metidas en un tarro ovalado estuvieron allí casi todos.

   Las apariencias son las apariencias. Justo cuando su esposa recogía lo que el fuego purificador había dejado de él su hijo mayor se sacó una nota del bolsillo de su chaqueta. La había escrito el finado con el firme deseo de que se leyera en aquel preciso momento. Decía así: “Mis queridos amigos, compañeros de trabajo, vecinos y conocidos en general, antes de que “rompáis fila” y os vayáis todos a vuestra ocupaciones cotidianas no quiero dejar pasar esta última ocasión para deciros que sois todos una partida de impresentables. Os seguí la corriente para no perder el tiempo contestando a  vuestras miserias y sandeces. Ahora que ¡por fin! puedo contestaros libremente solo se me ocurre deciros, antes de que os disolváis, una única cosa: ¡iros  todos a tomar por culo!”. Se hizo entre los presentes un silencio (nunca mejor dicho) sepulcral mientras, Elena su viuda y sus tres hijos, emprendían sin decir adiós el camino de vuelta a casa.  El asentidor, aunque fuera por una sola vez en su vida, había dado una nota desafinada pero necesaria. Nunca es tarde para casi nada. Corrían (siempre han corrido) malos tiempos para los prudentes.



Juan Luis Franco – Miércoles Día 29 de Abril del 2015

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