Sinceramente, al escribir unas pocas líneas sobre la triste pérdida del Maestro Manolo Sanlúcar lo hice de forma apresurada y embargado por la emoción del momento. Una vez transcurridos algunos días desde tan luctuoso acontecimiento creo que es de justicia hacer un análisis más detallado sobre este músico excepcional. La obra de Manolo Sanlúcar se vertebra en dos direcciones que a su vez son complementarias: la búsqueda y el compromiso. Él sabe desde muy joven que Dios o la Madre Naturaleza le han dotado de unas cualidades excepcionales para su pleno desarrollo como músico andaluz. Entiende que el alma de su guitarra guarda sonidos mágicos y que su ineludible obligación es irlos descubriendo para poder dejarlos contextualizados para la Historia. Como todos los verdaderos genios entiende que el talento sin grandes dosis de trabajo siempre se quedará en la fama efímera y en el machadiano desdén de los tenores huecos. Es plenamente consciente de que la vida, en su máxima expresión de días, meses y años, es corta y debe aprovechar cada momento en su inmensa tarea. En el sentido, más noble y amplio del término, es un intelectual que sabe la procedencia de la Música andaluza (el Flamenco) y hacia dónde debe llevarla para sortear el campo minado de lo superficial. Sufre el desdén y la incomprensión de aquellos que solo ven en el Arte y la Cultura fama y dinero. Vive inmerso en una búsqueda permanente de nuevos soniquetes siendo consciente de la obligación de compartirlos con sus alumnos. Él no enseña música flamenca: él ya forma parte ineludible del centro emisor de esa música. Cuando Manolo Sanlúcar graba para la posteridad “Tauromagia” (considerada como la mejor obra de la discografía guitarrística flamenca) o crea “Medea” como obra sinfónica flamenca está dando muestras inequívocas del culmen de su enorme carga expresiva. Como todo verdadero intelectual sabe que la vertebración entre el tiempo y el espacio siempre conduce a nuevas metas. Es un místico que busca a Dios a través de la música sin ni siquiera plantearse su divina existencia. Conoce en sus propias carnes la implacable dureza de la vida y esto le lleva a una definitiva humanización de su música. La guitarra en sus manos más que un instrumento es un mágico arco que dispara flechas de autenticidad y sabiduría flamenca. No le interesa la posteridad y se duele de la incomprensión y el desdén de los “culturetas de despachos enmoquetados”. El tiempo, su tiempo, se convierte a la vez en aliado y enemigo. En su armazón vivencial no hay sitio para lo superficial y su vida y su obra siempre caminan cogidas de la mano. Su legado, su inmenso legado, es de vital importancia para las nuevas generaciones de músicos flamencos. El Arte y la Cultura se fundamentan y cobran su auténtico sentido en la vertebración del pasado y el presente. Sabe que todo está descubierto y, a la vez, todo está por descubrirse. Manolo Sanlúcar se nos antoja como el eslabón fundamental de la música flamenca contemporánea. Un Príncipe de las mareas sanluqueñas que, bajo el soniquete cercano de las tórtolas turcas de Doñana, se acuna en las madrugadas eternas de Bajo de Guía. El Flamenco, la música flamenca, nunca sería lo mismo sin la aportación del genial Manolo Sanlúcar. Bien haremos en no olvidarlo dentro de una Sociedad que tiende a olvidarse de los grandes referentes artísticos o culturales. Él será eterno en la medida que así lo consideren quienes aman y amarán la música flamenca.
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