Cuando hace pocos días el Juzgado de Instrucción número 4 y la Sección Tercera de la Audiencia de Sevilla dieron por cerrado el total esclarecimiento del terrible asesinato de Marta del Castillo todas las personas de bien, que afortunadamente son muchas, sintieron un escalofrío que les recorría el cuerpo y el alma. Una vez más se tenía la sensación, triste sensación, de que los verdugos le terminaban ganando la partida a las víctimas. Nada que objetar a que se hayan cumplido rigurosamente los plazos legales-jurídicos sobre este trágico suceso. Lo que ocurre es que esta decisión judicial deja en la más absoluta indefensión a los familiares de Marta del Castillo. Los asesinos de esta muchacha sevillana son canallas pero no estúpidos y saben, perfectamente asesorados legalmente, que la aparición del cuerpo (que solo ellos saben dónde está) les supondría una condena mucho más severa. No existe dolor más inmenso que la muerte de un hijo o una hija. Si a esto se le añade que ha sido asesinada y, completando el ciclo de la maldad infinita, sus asesinos no dicen donde la enterraron, el dolor, el terrible dolor originado, alcanza cotas de desconsuelo difícilmente imaginables. No les dejan a sus indefensas víctimas ni el consuelo de tener un sitio donde depositar unas flores. Vemos el dolor de esos padres televisado en directo y no encontramos más alivio que adentrarnos con ellos en la senda de la solidaridad. Por mi condición de abuelo veo a ese hombre mayor, al que la vida ha convertido en un abuelo-coraje, peleando cada día del epílogo de su existencia por su nieta y se me conmueve el alma. Podemos entender que con el archivo del caso se ha cumplido con los aspectos legales respetando escrupulosamente las normas jurídicas vigentes. Lo que no podemos comprender es que hayan dejado a la familia en un limbo existencial donde siempre mandará el desosiego y la pena infinita. Les han cerrado la única puerta que les abría una cierta esperanza para, al final, dejarlos instalados en la calle de la Amargura. La clave está en que entendemos pero no comprendemos. Vemos con más frecuencia de la debida que se cambian los roles de los verdugos y las víctimas. Vivimos inmersos en un cúmulo de contradicciones sociales donde cada día nos ponen más difícil ejercer de buenos (obedientes) ciudadanos. Víctimas o verdugos; legalidad o justicia, he ahí la cuestión.
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