“Vivir es ir gastando los veranos. El consumo de vida se factura en julios y agostos” (Aurora Luque)
Puede que sea verdad que la vida es esa cosa que vemos pasar sin darnos cuenta mientras estamos entretenidos analizando el pasado y programando el presente. Lo que si podemos dar fe con el paso de los años es que es algo que pasa rápido, tremendamente rápido. Siempre seremos un proyecto en vías de construcción. Que los sueños no se cumplan en su totalidad es algo que forma parte del ejercicio de vivir. Lo peor nunca será no verlos cumplidos; lo peor es cuando los sueños se convierten en pesadillas. Es cierto, absolutamente cierto, que todo se configura en el efímero campo de la niñez. Allí no existen los términos medios; o es un paraíso donde volver de manera reiterativa o un infierno donde intentar recordar se convierte en un ejercicio de masoquismo. Una infancia feliz siempre será un firme baluarte donde asentar tus años venideros. Si fue desgraciada se convierte en un pantano de tierras movedizas que al pisarlo de nuevo te terminan hundiendo víctima eterna del pasado. Los recuerdos de mi infancia siempre han sido un canto a la felicidad y a la nostalgia bien gestionada. Crecer rodeado de cariño, muchísimo cariño, en unas duras circunstancias de posguerra realmente complicadas me supuso una armadura existencial donde poder relativizar lo malo y lo bueno. Vivir con los recuerdos se me antoja algo fundamental en esta difícil y hermosa batalla que es la vida. Cosa bien distinta es instalarnos sentimentalmente en el pasado para, inútilmente, poder sortear los avatares del presente. Los besos y abrazos que se nos escaparon por no saber darlos a tiempo se nos fueron con la brisa de la mañana. Mientras la salud te acompañe y en tu entorno afectivo todo transcurra con normalidad siempre deberán prevalecer los proyectos a los recuerdos. Vivir por aquellos que ya no pueden se convierte en un supremo ejercicio de solidaridad existencial. Nuestra Sociedad desde tiempos ancestrales nunca supo digerir que la vida y la muerte son dos caras de una misma moneda. Hoy, más que nunca, vivimos instalados en la “cultura” de la falsa trascendencia. De manera permanente nos reivindicamos para que los demás nunca olviden la importancia de nuestras vidas. Es ahora y de manera inminente cuando debemos tender puentes para transitar hacia la bondad, la generosidad, la solidaridad y el afecto. No podemos tener una meta más ambiciosa que la de intentar ser una buena persona. Todo lo demás son abalorios que nos muestran por fuera (las formas) ocultando al que de verdad llevamos dentro (el fondo). La ética y la estética librando su inútil y quebradiza batalla. Todo queda contextualizado en la vida estacional de los árboles que nos enseñan en primavera el verdor de la rama renacida y en el otoño la hoja seca en el suelo. La vida y la muerte en clave de Naturaleza. La trascendencia solo se hará palpable en el corazón de los que bien nos quisieron. Más que volver a sentirnos niños convendría que conviviera con nosotros hasta el final de nuestros días. Cuando suenen las trompetas de Jericó será para proclamar que, de nuevo, la fortaleza de los buenos sentimientos permanece firme e inexpunable. La vida sigue igual.
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