Llegó a la vejez con el alma gastada por la pena y con una indesmayable alegría de vivir. Había recibido el golpe mas tremendo que podemos recibir los humanos cuando tuvo que enterrar a un hijo en plena juventud. Era un hombre bueno al machadiano modo. Buen hijo, buen padre, buen hermano, buen amigo y, en el presente, buen abuelo. Nunca escondió una sonrisa que en muchos casos no suponía más que un regate a las tragedias de la vida. Profundo conocedor del alma de la Ciudad que siempre tiene un rinconcito para el resguardo y consuelo de sus mejores hijos. Sabia que le quedaba un soporte sentimental donde agarrarse y que eran su compañera del alma, su hija y sus nietos. Dejó divagando su pena en los laberintos sentimentales que van desde la Puerta de la Carne a la Plaza de la Alfalfa. Nunca conocí a nadie que mejor expresara la nobleza de los seres humanos. Sabia que no podía despeñarse en los precipicios de la desesperación. Su mujer lo necesitaba ahora más que nunca con la vitalidad y el optimismo que siempre derrochó. Él no era tan solo un hombre alegre: siempre fue la alegría personificada. Supo remontar el vuelo aunque siempre lo hacía con las alas dañadas por el peso del dolor. Como Miguel Hernández iba desde su corazon a sus asuntos. Sus nietos le daban sentido a su existencia y buscó en el rostro de La Candelaria la respuesta que nunca podía encontrar entre los mortales. Era depositario de la pena grande que cantaba por fandangos Manuel Vega “El Carbonerillo”. Mirando de reojo los espejos de los escaparates comprobó como su pelo cada día se blanqueaba más y su andar se hacia más cansino. Si ya largos eran los días más largas eran las noches. Pese a todo y pese a todos supo rebuscar en las profundidades de su alma sevillana para extraer un trozo de alegría. Del manantial de la calle Doncellas brotaba el agua de la vida que de niño lo hacia corretear por callejuelas y plazoletas. La Judería fue su cuna y allí siempre quedará un día flotando su alma desde San Bartolomé a San Nicolás. La alegría de vivir incluso cuando las cartas te vienen mal dadas. La sonrisa como antídoto ante el fragor de la Batalla de la vida. Capear al toro de la pena sabiendo que lo difícil siempre será recoger el capote. Eso si, con la alegría por bandera.
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