martes, 19 de marzo de 2024

La bola de cera

Alguien escribió de manera despectiva que en los hermosos días que se avecinan Sevilla se llena de niños grandes.  Al utilizar este concepto de manera peyorativa ignoraba que estaba dando en la diana.  En días tan señalados los niños y niñas de esta tierra se nos presentan como atemporales. Unos por tenerlo todo por vivir.  Otros por tenerlo  todo ya casi vivido.  Los niños-niños y los niños-grandes unidos por la ilusión.  La Ciudad como una mocita casadera se pone cada año el traje de la Primavera y sale a la calle luciendo palmito.  Afloran como moñas de jazmines las sempiternas contradicciones sevillanas que siempre dan como resultado la infinita belleza.  Todo es lo mismo y todo es distinto a la vez. No se trata de entender Sevilla ; se trata de interpretarla.  Los días se nos aparecen tintados con los intensos azules machadianos y en las mágicas noches las estrellas son un manto que nos resguardan del relente.  Hasta cuando aparece la temida lluvia es como si las gotas que caen del cielo fueran un reguero de lágrimas.  Aquí, cuando la emoción se une amorosamente con la tradición, se produce el verdadero milagro de la Fe.  A través de las emociones toma forma la tesis existencial de racionalizar lo irracional.  La solución definitiva a la cuadratura del círculo. La máxima expresión de religiosidad popular.  Vivir para creer y creer para poder vivir.  Aquí a la Fe siempre se le llamó Esperanza.  Poca gente de fuera entiende que, cuando se conocen y asumen los códigos sentimentales de la Ciudad, se puede ser ateo y, paralelamente, emocionarse delante de un crucificado o una virgen bajo palio.  Definitivamente todo queda contextualizado en clave sevillana. Sabemos que la nostalgia siempre será un peaje que pagamos gustoso para poder recuperar cada año a nuestros ancestros. Todos tenemos en la memoria nuestro particular Monte Gurugú por donde siempre suben ilusionados los niños y las niñas y después ya bajan transformados en hombres y mujeres. Todo tras ser abducidos por la magia sevillana y donde ya nunca dejarán abandonada su infancia. La Rampa del Salvador como los mágicos preámbulos infantiles de alocadas carrerillas.  Este milagro  transcurre en una Semana.  Siete días (ahora ya son nueve).  La gloria callejera.  La Ciudad abierta en canal.  El Hijo de Dios y su bendita Madre creados al sevillano modo.  El rachear de alpargatas costaleras.  El tronar callejero  de cornetas y tambores. Una saeta lanzada desde un balcón al mágico embrujo de la noche. Una mirada melancólica tras un antifaz. Un capataz que manda con voz firme bajo un monte de cera y de flores. Unos costaleros que saben bien lo que llevan sobre sus hombros.  Algún que otro figurón de temporada que hasta se duerme estos días con el traje y la medalla puesta.  Unos ojos vidriosos que te recuerdan que todavía sigues por estos lares.  Una cerveza compartida con quienes comparten contigo la aventura de vivir.  Una torrija que siempre sufre la comparación con las que hacia tu madre.  El nudo de una corbata que te recuerda que ese cuello ya no es el de tu juventud. Una nerviosera ante la apertura de una puerta que conseguirá que te acompañe la ilusión en una nueva Estación de Penitencia.  Un niño que te acerca una bola de cera que se engorda con las lágrimas de los cirios encendidos.  Un lema bíblico tamizado al sevillano modo:  “Dejad que los niños se acerquen a mí que de ellos es el Reino…..de la Semana Santa”.   Algo mágico que hizo decir a alguien: “Ignoro si allí arriba existirá el Paraíso pero dudo que pueda ser mejor que Sevilla”.   La bola de cera que nace en un papel de aluminio y nunca deja de crecer cada Primavera.  La vida según Sevilla. 

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