lunes, 11 de noviembre de 2024

Pájaros de buen agüero


Recuerdo que mi niñez siempre estuvo adornada por un número determinado de animales. Mi hermano siempre viendo crecer a las dos tortugas que había comprado de crías en el dominguero Mercadillo de Pájaros de la Plaza de La Alfalfa. Mi padre era muy partidario de los gatos y junto con la pájaros configuraban su íntimo universo animalista. En mi casa siempre tuvimos un gato y en al zaguán anexo a nuestra vivienda mi padre tenia once canarios con sus jaulas correspondientes. Una especie de Unión Deportiva Las Palmas canora. Las jaulas colocadas con una distancia milimétrica en la pared eran ocupadas por sus correspondientes inquilinos, los canarios. A pesar de su aparente y ancestral enfrentamiento el gato y los canarios respetaban sus respectivos territorios. Cada tarde ayudaba a mi padre a limpiar minuciosamente las jaulas. Las abríamos y los pájaros revoloteaban por el zaguán sin traspasar el umbral de la puerta que daba a la calle. Una vez limpias y repuestas de alpiste y agua las dejábamos abiertas para que se ventilaran. En unos diez o quince minutos los canarios de manera voluntaria se iban reincorporando lentamente a sus nidos metálicos. Cada uno de los pájaros sabía perfectamente cual eran su jaula. Teníamos un vecino muy sevillista que era portero (portero de puerta no de portería) en el antiguo Campo del Sevilla. Un día se dedicó de manera primorosa a diseñar unos cartelitos con los nombres del Equipo titular del Sevilla y fue poniendo cada uno de ellos en una jaula. Once jaulas y once pares de botas con un destino blanco y rojo. Allí estaba la jaula de Campanal; la de Bustos; la de Guillamón o la de Antonio Valero. Me sentaba largos ratos, en una sillita que me había hecho mi padre, a ver la evolución de los pájaros. El gato sentado entre mis piernas lamiéndose las patas y los canarios cantándoles al aire de la tarde. Siempre había uno (como en todos los ordenes de la vida) que llevaba la voz cantante. Le marcaba las pautas sonoras a los demás. El gato sentía una verdadera empatía con mi madre. La seguía con la mirada en todos sus movimientos y era la única a la que le permitía acariciarlo. Cuando la noche empezaba a mostrarnos sus flecos negros descolgábamos las jaulas y las metíamos en una buhardilla de la azotea. Antes de marchar para el colegio tenía como primera misión sacar las jaulas y volver a colgarlas en la pared. El gato presenciaba la escena dudando si seguir mostrándose cívico y racional o desarrollar su instinto felino. Tener a once pájaros a tiro de piedra y tener que refrenarse debía suponerle un verdadero tormento. Los gatos son de los animales más listos de la creación. Conocen perfectamente a los seres humanos y por ello nunca se fían del todo de ellos. El gato (mi padre siempre los escogía blancos) solía perderse algunas tardes por los tejados colindantes y antes del anochecer volvía al hogar, dulce hogar. ¿Iría a encontrarse con la gata de sus amores y desvelos? ¿Querría saborear el dulce néctar de la Libertad? Nunca lo supimos y, la verdad, tampoco era plan de cotillear en la vida del gato. Los pájaros se nos representan como ejemplo supremo de la belleza cantora de la Naturaleza. Los gatos, como pequeños tigres domésticos, siempre te enseñan que puestos a dormir mejor hacerlo con un ojo abierto. Aunque cuando nos toca soñar mejor hacerlo con el soniquete de algún canario. Pájaros y gatos; gatos y pájaros subidos al carrusel de la vida.

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