Como un ritual marcado por el compás del tiempo acudían cada viernes del año a una cita ineludible. Eran dos mujeres de un corral de vecinos de la Collación de San Nicolás, que aparcaban por unas horas sus duras tareas cotidianas.
Allí quedaba esperando inmisericorde la pila de lavar con su refregaor gastado por el uso y su trozo de jabón verde. La cocina de carbón con su aventaor colgado de una puntilla en la pared. Antes de partir dejaban la habitación (el cuarto) más limpia que los chorros del oro. La ropa –más blanca que el jazmín- tendida bamboleándose en cordeles de alambre como si bailaran por bulerías. Ya los diteros sabían que esa mañana no podrían contar con ellas. Pasarían de largo con sus juegos de toallas y sabanas colgadas del hombro, blandiendo amenazantes unas libretas tan gorda como las necesidades y penurias de la época. Pero hasta ellos sabían que ese día el Gran Poder para ellas era lo primero.
Con sus mejores vestidos y su moña de jazmines en sus roetes parecían dos mocitas casaderas. Desprendían esa belleza despejada y serena que nacen del sufrimiento, la decencia y la honradez. Se agarraban del brazo y enfilaban primorosas el camino que les llevaba a San Lorenzo. Pasaban fugazmente por la puerta de San Nicolás de Bari y se santiguaban levantando las miradas al unísono ante el azulejo de la Candelaria.
Después, una parada obligada en el Bar “La Unión” de la Plaza de la Encarnación, donde daban buena cuenta del café con calentitos (lo de churros lo dejamos para tierras madrileñas). Era el único “lujo” que podían permitirse y no estaban dispuestas a pasarlo por alto.
Ya, sin más dilaciones y por el camino más corto, al encuentro con el Señor de Sevilla. Una vez en su presencia una breve pausa para pedirle entre suspiros lo que procedía: salud para sus maridos y un futuro para sus hijos sin tantas estrecheces. Permanecían un rato en silencio hasta que una decía: “ea, vamonos”.
Con las pilas recargadas y el espíritu reconfortado volvían a su dura existencia cotidiana. Si el monedero lo permitía una parada previa en el Mercado de la Encarnación (al día de hoy con una “instalación provisional” que data de 1974) para comprar algo que les salvara el viernes alimenticio. Pues en eso consistía la supervivencia: en ir solventando el duro día a día.
Cuando por causas mayores una de las dos no podía cumplir con el ritual de cada viernes lo manifestaba diciendo: “Encarna / Lola este viernes no podré ir a ver al Señor”. A lo que invariablemente la otra le respondía: “no pasa nada. Lo dejamos para la semana que viene. El Señor sabrá perdonarnos”.
Mujeres de postguerra que levantaron el país dejándose las manos fregando suelos y las espaldas lavando en refregaores de madera. Que perdieron la vista zurciendo calcetines y dándoles las vueltas a los puños y los cuellos de las camisas. Que envejecieron prematuramente sin poder mirarse en los espejos. Que nos enseñaron cosas hoy en desuso como: “nunca te quedes con lo que no es tuyo”; “portate en la vida como un hombre; “trata con respeto a los mayores”; “no le hagas a una mujer lo que no te gustaría que le hicieran a tu hermana”. Nos empaparon de decencia por los cinco sentidos y nunca se quejaron de su dura existencia.
Estas dos mujeres cumplieron con el ritual del Camino a San Lorenzo durante cuarenta años. La que empuña la guadaña las separó hace ya algunos años. Una, que se llamaba Lola Montes ya descansa junto al Gran Poder. La otra, que es Encarnación Pelayo (mi madre) vive y camina hacia los 98 años de edad. Ya solo se ampara y visita al Señor en una foto enmarcada que le regaló Santi Pardo. La misma que ocupa un sitio de honor en la mesilla de noche de la Residencia donde pasa sus últimos días terrenales. Es ley de vida que pronto puedan volver a reunirse las dos y esta vez si que definitivamente habrán recorrido el Camino de San Lorenzo: aquel que nos lleva a las plantas del Señor de Sevilla.
Camino de San Lorenzo que es como caminar al corazón de la Sevilla Eterna.
Allí quedaba esperando inmisericorde la pila de lavar con su refregaor gastado por el uso y su trozo de jabón verde. La cocina de carbón con su aventaor colgado de una puntilla en la pared. Antes de partir dejaban la habitación (el cuarto) más limpia que los chorros del oro. La ropa –más blanca que el jazmín- tendida bamboleándose en cordeles de alambre como si bailaran por bulerías. Ya los diteros sabían que esa mañana no podrían contar con ellas. Pasarían de largo con sus juegos de toallas y sabanas colgadas del hombro, blandiendo amenazantes unas libretas tan gorda como las necesidades y penurias de la época. Pero hasta ellos sabían que ese día el Gran Poder para ellas era lo primero.
Con sus mejores vestidos y su moña de jazmines en sus roetes parecían dos mocitas casaderas. Desprendían esa belleza despejada y serena que nacen del sufrimiento, la decencia y la honradez. Se agarraban del brazo y enfilaban primorosas el camino que les llevaba a San Lorenzo. Pasaban fugazmente por la puerta de San Nicolás de Bari y se santiguaban levantando las miradas al unísono ante el azulejo de la Candelaria.
Después, una parada obligada en el Bar “La Unión” de la Plaza de la Encarnación, donde daban buena cuenta del café con calentitos (lo de churros lo dejamos para tierras madrileñas). Era el único “lujo” que podían permitirse y no estaban dispuestas a pasarlo por alto.
Ya, sin más dilaciones y por el camino más corto, al encuentro con el Señor de Sevilla. Una vez en su presencia una breve pausa para pedirle entre suspiros lo que procedía: salud para sus maridos y un futuro para sus hijos sin tantas estrecheces. Permanecían un rato en silencio hasta que una decía: “ea, vamonos”.
Con las pilas recargadas y el espíritu reconfortado volvían a su dura existencia cotidiana. Si el monedero lo permitía una parada previa en el Mercado de la Encarnación (al día de hoy con una “instalación provisional” que data de 1974) para comprar algo que les salvara el viernes alimenticio. Pues en eso consistía la supervivencia: en ir solventando el duro día a día.
Cuando por causas mayores una de las dos no podía cumplir con el ritual de cada viernes lo manifestaba diciendo: “Encarna / Lola este viernes no podré ir a ver al Señor”. A lo que invariablemente la otra le respondía: “no pasa nada. Lo dejamos para la semana que viene. El Señor sabrá perdonarnos”.
Mujeres de postguerra que levantaron el país dejándose las manos fregando suelos y las espaldas lavando en refregaores de madera. Que perdieron la vista zurciendo calcetines y dándoles las vueltas a los puños y los cuellos de las camisas. Que envejecieron prematuramente sin poder mirarse en los espejos. Que nos enseñaron cosas hoy en desuso como: “nunca te quedes con lo que no es tuyo”; “portate en la vida como un hombre; “trata con respeto a los mayores”; “no le hagas a una mujer lo que no te gustaría que le hicieran a tu hermana”. Nos empaparon de decencia por los cinco sentidos y nunca se quejaron de su dura existencia.
Estas dos mujeres cumplieron con el ritual del Camino a San Lorenzo durante cuarenta años. La que empuña la guadaña las separó hace ya algunos años. Una, que se llamaba Lola Montes ya descansa junto al Gran Poder. La otra, que es Encarnación Pelayo (mi madre) vive y camina hacia los 98 años de edad. Ya solo se ampara y visita al Señor en una foto enmarcada que le regaló Santi Pardo. La misma que ocupa un sitio de honor en la mesilla de noche de la Residencia donde pasa sus últimos días terrenales. Es ley de vida que pronto puedan volver a reunirse las dos y esta vez si que definitivamente habrán recorrido el Camino de San Lorenzo: aquel que nos lleva a las plantas del Señor de Sevilla.
Camino de San Lorenzo que es como caminar al corazón de la Sevilla Eterna.
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