Abel Hernández, en su excelente y muy recomendable libro “Suárez y el Rey” (Edit.Espasa), comenta que el Monarca solía llamar por telefóno al de Cebreros para cambiar impresiones con él. Algunas veces tan solo para comentarle que estaba haciendo en ese momento. Estas llamadas se producían mayoritariamente en el transcurrir de las lentas horas de la madrugada. Era una manera de compartir la tremenda soledad histórica que padecían. Estaban solos, intentando propiciar que este sufrido país nuestro tuviera un transito pacifico e irreversible hacia las libertades democráticas. Todavía se estaban gestando los derechos constitucionales. Felipe González estaba inmerso en quitarle al PSOE el estigma del marxismo. Santiago Carrillo trataba –junto con otros dirigentes comunistas europeos- de apartar el leninismo definitivamente de los PC de la vieja y sufrida Europa. Fraga -si, han leído bien, Fraga- por su parte intentaba convencer a los franquistas menos sectarios que, sin Franco el camino hacia la Democracia integral era además de bueno inevitable. Por tanto Suárez y el Rey estaban solos –y lo sabían- ante una cohorte de falsos aduladores, o bien recibiendo ataques frontales desde todos los frentes ideológicos. Era, a que dudarlo, una soledad compartida.
Hoy Adolfo Suárez es una sombra que no reconoce al hombre que se le aparece cuando se mira en los espejos. Triste y cruel paradoja: la Memoria –sin memoria- de la Transición española. Don Juan Carlos goza del respeto –junto a la impagable doña Sofía-, la admiración y el afecto de la mayoría de los españoles. Está envejeciendo como a todos nos gustaría: sintiéndose querido, gozando de buena salud y rodeado de una legión de nietos que a buen seguro lo adoran (no necesitan -como los demás niños- pedirle algo a los Reyes pues los tienen como abuelos).
En definitiva, la soledad no es más que un proceso de introspección que de vez en cuando nos atrapa, teniendo la imperioso necesidad de compartirla con alguien o con algo. Podemos echar mano de ese intimo amigo, cómplice y compañero insobornable. También le podemos dar a la soledad un regate temporal leyendo un libro, oyendo música, viendo una película o visitando una exposición. Cosa bien distinta es cuando la soledad te gana la batalla y ya solo eres un barco fantasma a la deriva. No es casualidad que tengamos las casas llena de fotos de personas que queremos y que dan sentido afectivo a nuestra existencia. Unas en color sepia para recordar a los que se fueron. Otras de rabiosa actualidad para congratularnos de que nuestra cadena sentimental tiene nuevos y gratificantes eslabones.
Crecemos de dentro hacia fuera y nunca al revés. Lo hacemos desde la reflexión y desarrollando la capacidad que tenemos de pensar y soñar. Nunca crecerá el ser humano diluido en un proceso colectivo sin hacerlo compatible con el desarrollo de su mundo interior. Uno de los males de la sociedad actual es que priorizamos lo superficial en detrimento de lo verdaderamente importante y así nos va.
¿Y la Ciudad?. ¿Qué papel juega la Ciudad ante la soledad sentimental, vivencial e imaginativa?. Aquí cada uno supongo que tendrá una lectura bien distinta. En mi caso es absolutamente fundamental.
Me gusta pasearla pausadamente y contemplar su empecinada belleza a pesar de las tropelías que se han cometido y se cometen contra Ella. Solo y sin más compañía que mis recuerdos del ayer y mis vivencias del presente. Alguien me dijo una vez: Sevilla se disfruta en los sueños y se padece en las realidades. Bien cierto es.
Una época tiene el calendario sevillano que me resulta especialmente grata. Pongamos que hablo del Tiempo de la Cuaresma. Se pasea por Sevilla comprobando como lentamente cambia su fisonomía y el animo de su gente. Estamos en los hermosos prolegómenos de lo que está por venir: la Semana Grande de la Ciudad. Largas tardes de cielos teñidos de azul añil que se mueren lentamentamente en brazos de la noche. Con el suave murmullo de los vencejos sobrevolando la Plaza de San Lorenzo. Con un trasiego de corazones encendidos que van y vienen a rendir pleitesía el Señor de Sevilla y a la Soledad:
Hoy Adolfo Suárez es una sombra que no reconoce al hombre que se le aparece cuando se mira en los espejos. Triste y cruel paradoja: la Memoria –sin memoria- de la Transición española. Don Juan Carlos goza del respeto –junto a la impagable doña Sofía-, la admiración y el afecto de la mayoría de los españoles. Está envejeciendo como a todos nos gustaría: sintiéndose querido, gozando de buena salud y rodeado de una legión de nietos que a buen seguro lo adoran (no necesitan -como los demás niños- pedirle algo a los Reyes pues los tienen como abuelos).
En definitiva, la soledad no es más que un proceso de introspección que de vez en cuando nos atrapa, teniendo la imperioso necesidad de compartirla con alguien o con algo. Podemos echar mano de ese intimo amigo, cómplice y compañero insobornable. También le podemos dar a la soledad un regate temporal leyendo un libro, oyendo música, viendo una película o visitando una exposición. Cosa bien distinta es cuando la soledad te gana la batalla y ya solo eres un barco fantasma a la deriva. No es casualidad que tengamos las casas llena de fotos de personas que queremos y que dan sentido afectivo a nuestra existencia. Unas en color sepia para recordar a los que se fueron. Otras de rabiosa actualidad para congratularnos de que nuestra cadena sentimental tiene nuevos y gratificantes eslabones.
Crecemos de dentro hacia fuera y nunca al revés. Lo hacemos desde la reflexión y desarrollando la capacidad que tenemos de pensar y soñar. Nunca crecerá el ser humano diluido en un proceso colectivo sin hacerlo compatible con el desarrollo de su mundo interior. Uno de los males de la sociedad actual es que priorizamos lo superficial en detrimento de lo verdaderamente importante y así nos va.
¿Y la Ciudad?. ¿Qué papel juega la Ciudad ante la soledad sentimental, vivencial e imaginativa?. Aquí cada uno supongo que tendrá una lectura bien distinta. En mi caso es absolutamente fundamental.
Me gusta pasearla pausadamente y contemplar su empecinada belleza a pesar de las tropelías que se han cometido y se cometen contra Ella. Solo y sin más compañía que mis recuerdos del ayer y mis vivencias del presente. Alguien me dijo una vez: Sevilla se disfruta en los sueños y se padece en las realidades. Bien cierto es.
Una época tiene el calendario sevillano que me resulta especialmente grata. Pongamos que hablo del Tiempo de la Cuaresma. Se pasea por Sevilla comprobando como lentamente cambia su fisonomía y el animo de su gente. Estamos en los hermosos prolegómenos de lo que está por venir: la Semana Grande de la Ciudad. Largas tardes de cielos teñidos de azul añil que se mueren lentamentamente en brazos de la noche. Con el suave murmullo de los vencejos sobrevolando la Plaza de San Lorenzo. Con un trasiego de corazones encendidos que van y vienen a rendir pleitesía el Señor de Sevilla y a la Soledad:
Nadie más cerca que Tu
de Aquel que todo lo puede;
y nadie más sola que Tu
que ni un palio te sostiene.
Tardes de pausados paseos solitarios por Santa Cruz, San Bartolomé, San Nicolás, la Alfalfa, el Salvador…….Caminar por la judería sevillana hasta desembocar allí donde mi fe tiene dos paradas y fondas: San Nicolás de Bari y el Salvador. En la primera candelas de fe azul y plata, y en la segunda, el Hijo de Dios que se me ofrece apasionado y dulce a la vez. Contemplando luego como por la escalinata del Salvador, entre cascos de litronas, colillas y bolsas vacias de gusanitos, cae el maná que brota del vientre del pelícano del Cristo del Amor, el mismo que bebemos para nutrirnos ante lo que está por llegar. Nuestra particular Ítaca. Allí donde se dan cita y se conjugan el Amor, la Fe, el Arte y nuestras tradiciones más ancestrales. Somos –y seremos cuando ya no estemos- aves solitarias buscando el amoroso nido de la Madre Sevilla. En definitiva: soledades compartidas.
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