“Construimos nuestro propio infierno y luego culpamos a los demás”.
- Charles Bukowski –
Dos cuestiones previas: la democracia se vértebra y toma sentido a través de las partidos políticos. Sin ellos y sus distintos planteamientos ideológicos no tendría sentido. Un solo partido, una sola manera de pensar es, para entendernos, un triste exponente de un sistema dictatorial puro y duro. No existen dictaduras buenas –las de izquierda- y dictaduras malas –las de derecha-, existen tan solo las dictaduras, como forma brutal e irracional de sustraerle a la ciudadanía su derecho a pensar y discrepar en plena libertad. Dicho esto debemos añadir, que la democracia española, donde sin duda se da la mayor, se encuentra jalonada en la actualidad de múltiples casos de corrupción (cobra hoy plena actualidad el excelente ensayo de Javier Tusell “La Revolución posdemocrática” Ediciones Nobel–1997). La clase política española en su mayoría –a que dudarlo- está compuesta por personas honradas, y predispuestas a propiciar la mejora de la calidad de vida del conjunto de los ciudadanos españoles. Hacer tabla rasa de todos los políticos me parece, aparte de injusto, una autentica barbaridad. Tengo amigos en la política por los que pondría la mano en el fuego antes de dudar de su capacidad y su honradez.
Segunda cuestión: dicho lo anterior no es menos cierto que los casos de corruptelas políticas –en todas sus variantes- empiezan ya a copar de manera alarmante, la mayor parte de informativos y titulares de prensa. Cada día nos desayunamos con un nuevo caso, dentro de la amplia gama que tienen algunos “gestores” públicos de llevárselo calentito y por la cara. Malversación de caudales, cohecho, prevaricación, blanqueo de dinero, desvío de capitales, sobornos, tráfico de influencia……, son algunas de las variantes que utilizan unos pocos para llenarse copiosamente el zurrón, mientras la gente llana las está pasando realmente canutas. Dos cuestiones llaman poderosamente la atención en la ciudadanía: la permisividad y el amparo que encuentran en sus propios partidos y, la poca consistencia que la justicia muestra ante esta partida de ladrones del erario público. Este es un país donde las leyes se “interpretan” más que se aplican y así nos luce el pelo (al que le quede todavía).
Recuerdo con nitidez de mi lejana y corta etapa escolar, que los mapas se dividían en físicos, que eran los que mostraban cordilleras, valles y ríos; y los políticos, que eran los que reflejaban ciudades y pueblos. Pues bien, si hoy sobre un mapa político, clavamos unas chinchetas con las cabezas color marrón sobre aquellos núcleos urbanos –grandes, medianos o pequeños- donde ha habido casos de mangoleta política, aparecería nuestra sufrida Piel de Toro cubierta con una inmensa capa marrón, de un sospechoso y rotundo color mierda. Si por extensión valoramos el importe global de lo sustraído (robado para entendernos) en nuestro país provocarían unas cifras de auténtico vértigo.
Las gentes llanas y sencillas, o sea las que configuramos la inmensa mayoría de la población española tenemos dos cosas meridianamente claras. A saber: que los apropiadores políticos de lo ajeno pasarán una corta temporada entre rejas, y que el botín sustraído les estará esperando integro cuanto retornen a la vida civil. Ejemplos sobre el particular los tenemos para llenar tres veces el Santiago Bernabeu. ¿O no es cierto? Repasen a su alrededor, mediten sobre el particular y ya me dirán si me muevo en el ámbito de la exageración.
¿Hasta cuando podremos soportar este estado de cosas? ¿Quiénes podemos -o pueden- emprender la necesaria y urgente regeneración de la vida democrática española? Sinceramente creo que es tarea de todos el buscar caminos para rearmar a la sociedad civil, y dar respuesta democrática ante este cúmulo de abusos y corruptelas varias. Si asumimos nuestro papel en democracia como meros portadores de una papeleta cada cuatro años mal vamos. Entre la puerta abierta de par en par del optimismo y, la cerrada a cal y canto del pesimismo, debería prevalecer aquella que dejamos entreabierta a la luz y la esperanza, y que responde al nombre de: realismo.
Hace pocos días se celebraron en Francia elecciones regionales. Se produjo un 55 por ciento de abstenciones y un 12 votó al partido de Le Pen, una formación de extrema derecha. Resumiendo: el 67 por ciento de los posibles votantes se autoexcluyeron del sistema democrático francés. Unos, por hastió y otros por fundamentalismo ultramontano. Esto seguro que acarreará cambios de rumbos a corto plazo en los partidos democráticos y, por ende, en una mejora sustancial en la calidad de la política en Francia. O lo que es lo mismo, se habrá hecho factible la capacidad que tiene la gente para cambiar el rumbo de las cosas. ¿Aprenderemos por estos lares? La verdad es que se me presentan serias dudas sobre el particular. Equipararnos a Francia al día de hoy es cuestión baladí. Ellos están vertebrados como nación (hasta la izquierda más radical se considera francesa hasta las trancas) y no parten de posiciones frentistas. Los políticos corruptos en Francia nunca escapan –aunque pasen décadas- al brazo de la ley, y los ciudadanos son conscientes del imprescindible papel que juegan en la sociedad. Aquí todavía mucha gente tiene como prioridad vital dilucidar si la Esteban se separa o no de su marido, o si nuestra doña Cayetana –a la que tratan tan vilmente esta cohorte de sanguijuelas- al final se volverá a casar. ¡Valiente país!, que diría aquel.
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