Cuando entro en las tabernas
lo primero que pregunto
si la tabernera es guapa
y el vino tiene buen gusto.
(Camarón)
Como se decía antiguamente: “Manolo, llena aquí”; o bien, “Pepe, cuando puedas échanos un buchito”. Si puede ser que la pague Luís de Vargas y, en caso contrario, ya veremos quien la paga o en su defecto gestiona “la roncha”. Toda la distracción de los hombres, en los barrios de antaño, giraba en torno a sus tabernas (pendiente está la historiografía sevillana de un riguroso y detallado estudio sobre las mismas). Cada barrio disponía de al menos un par de ellas emblemáticas, que a la postre se configuraban como los centros de reuniones varoniles en torno a los efluvios del “mollate”. Las clases populares vivían hacinadas en “cuartos” de humanitarios -pero insalubres- corrales de vecinos y los hombres no tenían más válvula de escape después del trabajo que las tabernas. Lejos estaban todavía los centros cívicos, sociales o culturales de las entonces incipientes barriadas de la periferia. La justa comodidad de los pisos estaba aun por llegar. La configuración tabernaria de estos centros del “poleo” y de sus encendidos debates (fundamentalmente de fútbol y toros. ¡Cualquiera hablaba de política!) era similar y extrapolable a cualquier barrio de Sevilla. Mostradores de madera tras los cuales se pertrechaban dependientes con sus mandiles tan blancos como el jazmín, sus pies planos y con una tiza alojada en su oreja (un día me aclaró un antiguo dependiente de Casa Morales que los zurdos se la ponían en su oreja derecha y los diestros en la izquierda. Misterios del “apuntategui”). Dos o tres sillas de tijeras de Quidiello apoyadas y cerradas en un rincón, algunas mesas abatibles de madera y un par de recipientes metálicos en el suelo de dudosa utilidad (siempre había papeles, colillas, cáscaras de“chochitos”-versus altramuces- y de avellanas por todas partes menos dentro de las “papeleras”). Lo completaba un enorme almanaque de Unión Explosivos Río Tinto en la pared, cuya finalidad principal casi siempre era la de tapar algún desconchao. El suelo con una capa húmeda de serrín (sobre todo en días lluviosos) que se perdía entre las cáscaras y las colillas. Solo se despachaba aguardiente y coñac por las mañanas, y a partir de las doce del mediodía, vino blanco, tinto (solo o con sifón) y cerveza embotellada (en algunas también vermú) y alguna “pesicola” por si aparecía algún infante en busca de su padre. Media docena de apilados viejos barriles y algún cartel alusivo a la hoy vilmente atacada Fiesta de los Toros eran sus únicos elementos decorativos. En algunas había colgada en la pared una jaula de madera que tenía como inquilino a un viejo canario, el mismo parecía en estado de embriaguez permanente por sus continuos brincos. Un búcaro lebrijano apoyado en un plato (siempre lleno de agua por los “sudores” del botijo y que te ponía pingueando cuando ibas a beber y empinabas el utensilio de Lebrija) estaba situado estratégicamente en una esquina del mostrador. Todo el mundo hablaba a la par y a voz en grito. Evidentemente, no había café ni las mil posibilidades de desayunos que se ofrecen hoy en los bares. Las tapas se reducían a los antes mencionados “chochitos” o avellanas y, lógicamente, se podía traer comida de la calle (aunque allí lo que se estilaba era el beber más que el comer).
Dos carteles de cerámica –o madera- advertían que: “Se prohíbe el Cante” (cuando alguien se cantiñeaba por derecho se le daba la vuelta) y, otro que decía un rotundo: “Prohibido escupir en el suelo” (parece ser que en el resto del establecimiento si estaba permitido).
Mi padre era un asiduo visitante de las tabernas y creo que su vida la repartía entre estas y su trabajo. Visitaba “Viña Sol” en la cercana calle Águilas a diario y seguro que si hubiera nacido en la época romana se hubiera llamado: “Rafaelus Tabernáculo”.
Aun resuenan en mis oídos infantiles cuando mi madre me decía: “Juanlu, llégate a Viña Sol y dile a tu padre que…….” Ante mi requerimiento materno y con el consabido: “Opaíto que dice momá que….”, podía obtener dos repuestas: una, que si mi padre iba por el primer tinto me despachara con un:”dile que ahora voy”, o bien si ya se había tomado tres “pelotazos” y estaba “agustito”, me daba un par de besos en mi pelona cabeza y me invitaba a una “pesicola” o un Zumbina de naranja.
Reconozco, en un sano ejercicio de picaresca, que algunas veces demoraba adrede los recados maternos para disfrutar de la segunda opción. Era cuestión de tiempo que el “Niño de San Nicolás” estuviera entonado vía valdepeñas. Sentir en la mano la botella de Pepsi con sus rayas azules y rojas era tocar el cielo con las manos.
Sevilla en la actualidad, y debido a nuestro pasotismo y a la ineficacia de sus gestores, está sumida en una doble perversión vivencial que con el tiempo pagaremos muy cara. Por un lado, un falso y costosísimo vanguardismo cuya cumbre es el mamotreto de las “Setas de la Encarnación”. Por otro, un lento e irreversible deterioro de nuestro patrimonio sentimental urbano. Caen de manera escalonada como fichas de dominó establecimientos que forman –o mejor formaban- parte de nuestra más noble cotidianidad (lo más reciente el cierre de los Almacenes “Las 7 Puertas”. ¡Cuantas veces de niño acompañé a mi abuela a comprar telas!) y son sustituidos por “las tiendas de los chinos”. Cubrimos nuestras alienantes ansias consumistas comprando barato cosas inservibles, y le damos la espalda a lo que realmente merecería la pena adquirir. ¡Libertad, bendita libertad, cuantas barbaridades cometemos en tu nombre!
Quedan pocas tabernas que son un remedo de las que frecuentaron nuestros padres. Hagámoslas nuestras como parroquianos habituales. Suelo frecuentar asiduamente tres de ellas. A saber: Casa Coronado (Puerta de la Carne); La Goleta (La Campana) y Casa Vizcaíno (calle Feria). Que no les falte nuestro granito de arena o mejor que no nos falte a nosotros sus granos de uva de moscatel. Depende de nosotros el cambiar “los rollitos de primavera” por una Primavera sin más rollo que la luz y la amistad, regadas con mosto aljarafeño y manzanilla sanluqueña en una taberna sevillana.
Nota: Me hubiera gustado comentaros en que han convertido politiquillos de tres al cuarto la Velá de Santiago y Santa Ana. Una especie de macrobotellona con sede en la calle Betis. Pero doctores tiene la iglesia de los sentires y conocimiento trianeros para hacerlo. ¡Ojala Sevilla tuviera como defensores algunos de los que hoy sueñan, piensan y viven al trianero modo!
Tenemos un enorme problema con nuestros políticos, pero, claro, ellos no lo ven así. La Velá de Triana hace tiempo que es la de estos políticos; la mayoría ajenos al barrio e ignorantes de la relevancia de su historia. La ignorancia no compromete, es la táctica para hacer de la fiesta más antigua de Andalucía esa cosa incomprensible e irrespirable que sufrimos. Pero ellos se lo pasan bien y a ver quien protesta... Ya hemos visto por dónde se pasan las manifestaciones de miles de "ciudadanos y ciudadanas". Los que mandan están pidiendo a gritos un relevo, pero ¿quién se fia del relevo...? Apañaos estamos, amigo Juan Luis.
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