El pasado martes día 1 de febrero se me presentó una de esas mañanas que, dado mi alejamiento de las tareas laborales, son íntegramente mías. Me gusta deambular estas mañanas de tibios soles invernales sin un rumbo fijo determinado y, salvo excepciones trianeras o macarenas, siempre por el casco antiguo de la Ciudad. Fundamentalmente en el entorno donde transcurrieron mis felices días de la niñez y mis esperanzados años juveniles. Lo hago con parsimonia y sin más compañía que mis recuerdos. Ese día dejo el autobús en la Puerta del Osario y camino a través de Recaredo buscando la Puerta de Carmona. Enfilo el triangulo que configuran Tintes, Vidrio y la Plaza de las Mercedarias y me planto allí donde anidó y voló mi “Dulce pájaro de juventud: la calle Conde de Ybarra (vulgo “Condibarra”). Duele pasear ya por una calle sin más vida que la que se presiente en el interior de sus pisos y apartamentos. No existe ni un solo comercio y ya nadie se para con nadie para “pegar la hebra”. Los tiempos terminan por desnudarnos el alma y nos convierten en espíritus sensibles que, como dejo escrito José María Izquierdo, se mueven pausadamente “Divagando por la Ciudad de la Gracia”.
Observo que la hermosa casa de Aníbal González que hace esquina con San José, y le da forma arquitectónica sevillana a la plazoleta, está en venta o alquiler. Hoy todo en la Ciudad se alquila, se traspasa o se vende. Entro en la Iglesia de San Nicolás de Bari y me llevo una más que agradable sorpresa: la Candelaria está pisando el suelo de los mortales en los preámbulos de su besamanos. ¿Cómo puede un hermano de la Candelaria no saber que su Virgen disfruta de su Triduo anual? ¡Y todavía hay quien se extraña de que uno diga carecer de méritos para pregonar nada! La veo a pié de escalinata en el Altar Mayor y me conmuevo. Son esos momentos donde la magia flota en el ambiente. En la iglesia solo hay un par de mujeres hablando de sus cosas. Están sentadas en una mesa cerca de la Señora con recuerdos é insignias de la Hermandad. Observo que se turnan para no desviar sus miradas de la Reina de San Nicolás. Al fondo a la izquierda, hay un hombre sentado en una pequeña mesa leyendo pausadamente el ABC con la ayuda luminosa de un pequeño flexo. Me acerco a la Candelaria, beso amorosamente un dedo de su mano derecha y tiemblo. Permanezco un par de minutos en silencio ante su presencia implorando salud y trabajo para mi gente. Luego me desplazo por la margen izquierda andando de espaldas para no dejar de mirarla. Me despido del Señor de la Salud que ocupa el eje central del altar que comparte con Ella y, que se nos muestra rotundo al cubrir, con creces, la sentida ausencia temporal en su divino habitáculo. Antes de coger la puerta que desemboca a la calle San José y que cada madrugá de Martes Santo la ve regresar cansada pero hermosísima, me vuelvo una vez más para mirarla. Me voy lentamente pero con el convencimiento de haber sido participe de un intimo ejercicio sentimental de sevillanía. Somos lo que un día fuimos, y no lo que mañana podamos llegar a ser. En definitiva, almas arropadas entre túnicas blancas que renacen al sol y la vida ante el conjuro de cada Primavera. Candelaria, candelaria….candelaria, bonito nombre para musitarlo meditando absorto, mientras se pasea por los Jardines de Murillo.
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