domingo, 12 de junio de 2011

El desván de los besos perdidos






“Flamenca pa yo quererte
tengo que ve dos señales:
que se apague el firmamento
y que se sequen los mares”.

Los seres humanos nos movemos entre lo que pudo haber sido y no fue y, entre lo que ha sido y ni siquiera fue previsto ni soñado. El guión de nuestras vidas siempre lo escribe Dios, el destino y/o las circunstancias. Un tema recurrente en el poemario flamenco es el desamor y las ilusiones frustradas o simplemente perdidas. “Ya llegó la hora / ya llegó la horita / de coge mi ropa y carreterita”. No es casualidad que la juventud se nos presente idealizada y por extensión ajena a la dureza de la vida cotidiana. La moneda de la juventud adquiere su autentico valor cuando nos damos cuenta de haberla perdido. Unas veces bien gastada, otras guardada y otras, lamentablemente, tirada por la borda. Gastamos, guardamos o tiramos nuestros mejores retazos de vidas e ilusiones por considerar que nuestra juventud nunca se nos escapará de las manos. Fausto ingenuamente vende su alma al Diablo a cambio de juventud y sabiduría cuando debía saber que ambos conceptos son incompatibles. Oscar Wilde retrata en su magnifica novela “El Retrato de Dorian Gray” la perpetuidad de la belleza y la juventud. Dorian permanece a los largo de los años tal cual fue pintado, pero el cuadro va experimentando su declive físico y espiritual victima de sus muchos excesos. En definitiva lo importante no es como te vean los demás es como tú te veas. Esa es la finalidad última de los espejos: devolvernos a una cruda realidad. Fotos de nuestra añorada juventud hoy nos resultan extrañas ante lo que los espejos nos muestran inmisericordes. Resulta bastante singular que, a lo largo de los años, más que recordar los dulces besos entregados, recordemos los besos que nunca encontraron su anhelado destino. Todos en definitiva terminaron guardados en el desván de los besos perdidos. Lo que pudo haber sido y no fue. Dos besos en la frente configuran el alfa y el omega de nuestra existencia. Uno, amorosamente dulce, para mecer el placido sueño de los recién arribados a la vida. Otro, para que antes de desaparecer del mundo de los vivos, reciban un último soplo de cariño. ¿Besamos en la frente a los que se van para que se lleven algo nuestro o para quedarnos con algo de ellos? La vida es una larga sucesión de besos de toda clase y condición. Fraternales, cariñosos, apasionados, solidarios e incluso hipócritas. Soplos del alma para demostrarnos que, cuando navegamos por los mares de los sueños, siempre nos estará esperando en los puertos del amor y la fraternidad la dulce caricia de un beso. Besamos una bandera y nos sentimos engarzados en una Patria común. Besamos unos labios de fresa y miel y sentimos clavada en nuestro corazón la espina machadiana del deseo. “Aguda espina dorada / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada”. No besamos a nuestras abuelas y madres: somos más bien besados por ellas. Con padres, hermanos, amantes y amigos los besos son de ida, los de las madres y abuelas siempre son de ida y vuelta. Estos se nos quedarán para siempre colgados en las paredes del alma. Besamos una foto color sepia y devolvemos la vida a los ausentes. Besamos una medalla y aunamos fe y tradición ante lo hermosamente imperecedero. Besas a tu nieto con el convencimiento de que esos serán tus besos terrenales más nobles y sentidos. Lo cantó la gran Sara –hoy carne de presa de los carroñeros del basurero catódico-: “Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez”.




Lo dejó escrito el Poeta de la calle Conde de Barajas: “Por una mirada un mundo; por una sonrisa, un cielo; por un beso….yo no se que te diera por un beso”.

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