viernes, 3 de junio de 2011

Los preámbulos de la canícula





Empezó el contador de los días de junio y ya, de manera inapelable, nos dirigimos al encuentro del sempiterno largo y calido verano. A pesar de haber transcurridos tan solo unas semanas, ya se nos pierde en la nebulosa del tiempo una Semana Santa fantasmal atrapada por su peor enemigo: la lluvia. Una Feria calificada por algunos analistas como la de los “tiesos” y los clásicos “figurones”. Tuvimos elecciones municipales y ojala que a la par que estrenamos nuevo Alcalde también estrenemos nuevo ciclo. La Ciudad lo demanda con urgencia. Es mucha la tarea a desarrollar para reparar los años perdidos con el “innombrable”. Borrón y cuenta nueva. Queda en el aire los surcos que dentro de muy poco abrirán por los caminos marismeño carretas y romeros. Marcharán en busca de la Blanca Paloma para escenificar lo que mejor resume el deambular de los humanos: el lento y laborioso camino hacia la Verdad de cada uno. No hay más. Nunca estuve en el Rocío salvo algunas visitas esporádicas camino de Matalascañas. Mis grandes amigos rocieros me animan a “hacer el camino” antes de “entregar la cuchara”. Me dicen: “hazlo una sola vez y nunca lo olvidarás”. Para un irredento urbanita como este modesto “relojero” sevillano es misión imposible el planteármelo siquiera. En el único campo que me siento feliz –y ya hace años que no lo piso- es en el del Real Betis. Cuando animado por algún familiar o “colega” participo en una jornada campestre, mi mejor momento del día es cuando se plantea que tenemos que volvernos. Hormigas, mosquitos, cigarras, calores, picores, boñigas varias, olores a sardinas y/o a chuletones y vasos de cervezas o tinto con pajitas flotando en su superficie, es motivo –para mí- de neurótico desconsuelo. Adoro la naturaleza pero, fundamentalmente, sentado en mi sofá viendo los documentales de la 2. El verano en la Ciudad es desolador y siempre me pareció que es cuando Ella más se nos vuelve Madrastra de cuento perverso. El ciclo femenino se ajusta en Sevilla con la perfección de las cosas simétricamente rematadas y eternas: Madre en el Invierno; Hermana en el Otoño; Madrastra en el Verano y, Novia en ¡Primavera! Sevilla tiene en el azahar y la jacaranda los preámbulos de la “Dama de noche” en las noches de verano (¡Ay, memoria cruel!, ¿porque cuando te nombro a esta “Dama”, tan perfumada, me sitúas en el Cine Prado de los infantiles veranos del ayer?). Junio, julio, agosto, septiembre y, últimamente, íntegramente octubre, se nos configuran como el “largo y calido verano” de la Ciudad. Resistiremos bajo el refrescante consuelo de Papa Gambrinus y Mamá Gazpacha. Sevilla en las horas centrales del día acorrala a sus hijos/as en el frescor de la intimidad de los hogares para, con la caída de la tarde, hacerlos salir cual hurones abandonando sus madrigueras. Sevilla, tierra donde siempre tomó cuerpo y forma el mundo de las paradojas. La mejor manera que tenemos para paliar las calores al transitar por sus calles es: andando a “paso ligero” sobre las mismas y, dejando nuestro exhausto respirar sobre las paredes de sus casas. Pero la Ciudad siempre está cuando la sabemos buscar con la mirada del alma. Frescas mañanas de San Lorenzo; atardeceres de sombras y luces por la Judería; tardes que se mueren reflejadas en el calidoscopio de los ventanales en la Colegial del Salvador; mañanitas con olor a tierra y hierba mojadas caminando entre los parterres del Parque de María Luisa y, el Alcázar, siempre el Alcázar como antídoto más eficaz contra los rigores de la canícula.


Nadie como los árabes supieron afrontar mejor los rigores de “la” calor: agua entrecruzada que se besa en el aire; oscuridad con aromas de siestas eternas y aderezadas con amores pausados; música suave con pentagramas del alma y, sin ningún movimiento brusco hasta que muera la tarde.

Que se mueva tan solo suavemente el tórrido aire entre las hojas de los árboles. Ellos a lo suyo: a vivir soñando o a soñar viviendo.

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