Hace algunos años, no tantos, lo hombres trabajaban mucho fuera del hogar y, las mujeres trabajaban muchísimo en el interior del mismo. Luego los tiempos fueron cambiando y las mujeres se incorporaron al Mercado de Trabajo. Parecía que por fin alcanzábamos el equilibrio perfecto: el reparto racional de las tareas laborales y hogareñas. La igualdad en su máxima expresión. Después llegó la Crisis y lo puso todo patas arribas. Hoy día existen matrimonios donde trabajan los dos; otros donde solo lo hace el hombre; algunos donde solamente lo hace la mujer y, también hay casos donde no trabajan ninguno de los dos. Esto ha condicionado que las tareas domesticas sean asumidas, fundamentalmente, por aquellos que, desgraciadamente, disponen de más tiempo libre. Luego estaría la legión de separados; divorciados; viudos o solteros irredentos donde la soledad impone su implacable dominio de luces y sombras. Hoy día lavar, fregar o planchar no ofrece –o debía ofrecer- serios problemas, dado que existen artilugios mecánicos que facilitan enormemente las tareas domésticas. Quedaba pendiente la cocina y esta se ha convertido en el territorio preferido de los “Arguiñanos vocacionales”. Los veo guardando cola en los distintos puestos de la Plaza de Pino Montano (no me gusta lo de Mercado) prestos para adquirir el costo alimenticio. Cuando se encuentran con las “aves solitarias” ejercen con nosotros de manera inmisericorde su apostolado culinario. Se les ilumina la cara cuando te dicen: “Echas en la sartén un poquito de aceite. Luego cuando esté hirviendo le echas un poquito de cebolla bien cortadita. Le añades una pizca de nuez moscada y después echas las salchichas. Le añades un poco de vino blanco y lo dejas todo en la candela unos cuatro minutos”. Claro que cuando les comento que primero tendría que ir a la ferretería por la sartén; luego a la Plaza de la Encarnación por las cebollas; después a la calle José Gestoso a la Casa de las Especias por la nuez moscada; a Frankfurt por las salchichas y al Aljarafe por el vino blanco, se suelen cortar un poco. Agradezco sus buenas intenciones pero entre la cocina y yo existe una endémica mala relación. Al poco tiempo de vivir solo, empecé mi romance con “Litoral” y la cosa –nunca mejor dicho- va viento en popa. Peor resulta cuando en algunas de nuestras tertulias tabernarias coinciden dos “Arguiñanos vocacionales”. Se les ilumina el semblante hablando de refritos, salsas y condimentos. Pasan de la sangre encebollada a los calamares rellenos sin omitir y contrastar los ingredientes que utilizan. Cuando repletos de bolsas se tropiezan contigo a la salida de la Plaza y plenamente satisfechos del botín conseguido (verduras, frutas, pescados, carnes, huevos…) nunca dejan que te escapes vivo. Te explican minuciosamente lo que harán de comer ese día y lo programado para el siguiente. Luego los ves marcharse silbando complacidos su himno oficial: el “Cocinero, cocinero, enciende bien la candela” de Antonio Molina. Tienen sus moradas repletas de fichas, libros, dvd y programas de cocina grabados de las distintas televisiones. Se sienten plenamente realizados entre cacerolas y peroles y hacen bien que cojones. Posiblemente prefieran, puestos a elegir, el Purgatorio sobre la Gloria o el Infierno. Allí existe un fuego menos agresivo y donde podrán seguir preparando platos de lo más diverso. Si luego los trasladan a la Gloria seguro que se pasarán al campo de la Repostería. El caso es no parar de cocinar y comer a todas horas. No se trata de comer para vivir ni de vivir para comer, se trata simple y llanamente de…… ¡guisar!
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