miércoles, 26 de octubre de 2011

La fuerza de la tierra


Cuando termina la excelente e imperecedera película “Lo que el viento se llevó”, lo hace con uno de los fotogramas más hermosos e impactantes de la Historia del Cine. Tiene como principales protagonistas a Escarlata O´Hara (Katie Scarlett O´Hara Hamilton Kennedy Butler) y a la Madre Tierra. La cámara se va alejando lentamente mientras la tarde resplandece con el fuego de sus últimos estertores. La genial e inolvidable Vivien Leigh hace un alegato contra las penurias agarrándose a la fuerza de la tierra. A Tara, a la tierra de su Tara natal. Miguel Hernández en su inmortal poema dedicado a la muerte de su amigo Ramón Sijé (“Elegía a Ramón Sijé”) nos dice: ….”Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes”. Machado, don Antonio, remata su “He andado muchos caminos” con un: “Son buena gente que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos descansan bajo la tierra”. La fuerza de la tierra como elemento fundamental de la existencia del ser humano. Aventureros del ayer cruzando los océanos en busca de nuevas tierras. Prófugos de la miseria embarcados hoy en frágiles pateras buscando la supervivencia más necesaria en otras tierras Curiosamente, y gracias a la televisión, podemos comprobar como desde un profesor español cómodamente instalado en Oxford, hasta un subsahariano vendiendo paquetes de pañuelos de papel en un semáforo de Sevilla, añoran su tierra y se les nublan los ojos al recordarla. Ambos, por distintas circunstancias, han sido “desalojados” de su hábitat natural y, sin embargo, la melancolía de los ausentes está latente en sus corazones. Uno, con despacho propio, consideración profesional y buenos emolumentos. Otro, luchando por la supervivencia del día a día, aguantando las inclemencias del tiempo bajo la estela del ámbar, el rojo y el verde, esperando que alguien baje el cristal de la ventanilla de su coche. Solo tienen en común –que no es poco- la añoranza del terruño que les vio nacer y hacerse hombres. Están lejos de su tierra y eso es duro de sobrellevar. En cuantas biografía he leído de exiliados españoles (ya van unas cuantas) en todas hay un denominador común: el desconsuelo de saberse lejos y marginados por su propia tierra. Nada por tanto equiparable a la amargura de sentirse extraño en un paraíso que, posiblemente, alguien te recuerde alguna vez que no es el tuyo. Ser español, neozelandés, cubano o francés puede que solo sea debido a unas circunstancias determinadas por Dios o el Destino. Hay dos elecciones que escapan por completo a nuestro control: donde, cuando y como nacer, y el lugar y la forma donde poner fin a la aventura de la vida. Pero la tierra es sabia porque en su corteza la vida transcurre en todas sus variantes. No somos nada sin ella. La moja el agua de la lluvia; el sudor de los jornaleros; las lágrimas de las madres y las mujeres victimas del desamor. Da frutos que permiten la subsistencia y ruge como un león enjaulado para recordarnos, en definitiva, quien manda aquí. Pero, a pesar de todo, es realmente lo único que nos pertenece por pertenecer nosotros a la esencia de sus entrañas. Se siente reconfortada por los pétalos que caen sobre ella en primavera. Siente su escalofrió más ancestral cuando padece sobre su corteza el rugido de las bombas. Se muere de sed y vergüenza por la hambruna de niños africanos. Eructa abruptamente su lava de siglos por sus montañas incandescentes. Tierra andaluza -la mía, la tuya, la nuestra- de nieve, casas blancas, espadañas y olivares. Aquella que rinde pleitesía besando, o dejándose besar, por las orillas de los mares.

La tierra, nuestra incomparable tierra de poetas, músicos y pintores. Lo dice el Flamenco: “A quien le voy a contá yo / primita mía lo que a mí me está pasando / se lo contaré a la tierra cuando me estén enterrando”.


La que un día nos acogerá definitivamente para suministrarnos el sosiego de los ausentes eternos y, nos pueda decir con Bécquer: ¡Dios mío, que solo se quedan los muertos!

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