Sinceramente, ponerse trascendente con la que “nos está cayendo encima” puede no ser más que un ejercicio de cursilería. Reflexionar en la actualidad sobre la “condición humana”, cuando el “personal” anda implicado en la lucha por la supervivencia se nos antoja una especie de “brindis al sol”. Pero, curiosa o afortunadamente, es en los momentos de extrema dificultad cuando los seres humanos nos preguntamos el origen y las interrogantes que envuelven y rodean a las cosas y su significado. En definitiva, crecerse y consolidarse en la adversidad y el infortunio. La vida del ser humano gira siempre entre el cascabel de la risa y el sonajero de las lágrimas. Cuando nacemos los médicos detectan que la cosa ha ido bien cuando rompemos a llorar. Bien empezamos por tanto. Luego será Dios para los creyentes o las circunstancias del Destino para los demás, quienes determinen si las luces vencerán a las sombras o si ocurrirá al revés. Montados en el tren de la vida las estaciones de la pena siempre no estarán esperando; las de la felicidad, aparte de imprevisibles, configuran las grandes incógnitas de nuestra existencia. Si algo da sentido a la vida es la imperiosa necesidad de buscar la felicidad en todos los tramos de la existencia humana. Pero, los filósofos saben bien cuán complejo es definir el concepto de felicidad. Para algunos representa ostentar el Poder en cualquiera de sus variantes. Mandar sobre los demás y de paso conseguir en vida, a través del expolio, la mayor acumulación posible de bienes materiales. Para otros, desarrollar la soberbia y la vanidad hasta que no les quepa una sola medalla más en sus hinchados pechos. Otros, buscando el sosiego y la paz espiritual en la Naturaleza y en las grandes obras de Dios y los humanos. Algunos dándose del todo en aras de, a través de su generoso sacrificio, paliar en parte las grandes desigualdades existentes en la Tierra. Todos, en definitiva, perseguimos una quimera: la inmortalidad y, por ende, que se nos quiera eternamente. Un ser humano termina de morirse cuando a su vez desaparece la última persona que lo recordaba con cariño. Después lo de siempre: las hojas de los almanaques confundiendo las horas y los días con los momentos y las emociones. Dejaremos posiblemente algunos folios escritos que alguien que no nos conoció encuentre interesantes y, algunas fotos perdidas y depositadas en suelos de mercadillos como el “Jueves”. Un niño de Primera Comunión; un nazarenito delante de un paso de palio; una foto de soldado sin vocación guerrera; una foto de boda con “sonrisa de Profidén”; otra plenamente feliz con un nieto de la mano y, una esquela mortuoria que especifica que lograste morir en paz con Dios y los hombres. En todo ese trayecto cuantos momentos de felicidad hayas conseguido para ti, o para los demás, será cuanto te lleves en el último viaje. Al final el primer y el último aliento siempre serán humedecidos por las lágrimas: las tuyas primeras para que sepan que ya estabas aquí y, las últimas las verterán otros por nosotros para concretar, de manera definitiva, que ya no estamos. Así que a disfrutar cuanto podamos que Dios nos hizo un préstamo de tiempo para que intentemos ser felices. Salgamos a la calle a empaparnos del espíritu verdadero de la Navidad. No el de las “Comidas de Empresa” (que por cierto pocas se celebran ya); ni el de la “ojana” de la felicidad impostada en escaparates y luces de neón. Nace dentro de muy poco el que toda su existencia terrenal la redujo a una sola frase: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. No hay más; ni tampoco menos.
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