El Flamenco, como cualquier expresión artística que se precie, es hijo y heredero del tiempo que le tocado en suerte –o en desgracia- vivir. La Historia del Arte no es más que un apéndice de la Historia en su conjunto. Los tiempos generan modas y modismos, y lo que ayer se nos aparecía como inmutable hoy se encuentra en proceso de reconversión. Hoy todo es reciclable: desde la basura a las ideas. Varían las costumbres y varía la manera de interpretar la vida y, por extensión, el Arte. Lo ha dicho en más de una ocasión el genio de la Guitarra flamenca, Manolo Sanlúcar, dice el Maestro: “Si el artista como creador evoluciona y crea desde su evolución, mientras que los receptores del Arte –los aficionados- permanecen anquilosados poco podremos avanzar”. ¿Quiere esto decir que todo lo nuevo es interesante por el simple hecho de venir arropado por la bandera del modernismo? Ni muchos menos. Pero, cuando ya hemos sobrepasado la primera década del siglo XXI, pretender que el Flamenco se mueva con los esquemas de hace cincuenta años es un anacronismo. Atrás quedaron arrinconadas –afortunadamente- las reuniones de “Cuartos” impregnadas de caciquismo de “señoritos rumbosos”; miseria manipulada y prostitución clandestina bajo los efluvios de noches interminables de alcohol, gozo y pena. Era un Flamenco marginal y proclive a una mala prensa, condicionando que la carencia de información rigurosa haya propiciado no conocer sus orígenes con exactitud histórica (el Flamenco si aparecía en Prensa era en la sección de Sucesos y nunca en la de Cultura). Hoy, todo este cúmulo de despropósitos está felizmente superado. El Flamenco forma parte activa de los circuitos musicales de la élite cultural, y todos los grandes teatros del mundo se rinden a sus plantas. Ninguna programación cultural-musical del máximo nivel se olvida del Flamenco. Lo misma da que sea en Paris, Berlín, Nueva York, Tokio, Madrid o Sevilla. ¿Quiere esto decir que debemos renegar de los orígenes del Flamenco? De ninguna de las maneras. Llegar hasta aquí no ha sido tarea fácil (por la incomprensión de una parte de este complejo “mundillo”) y muchos artistas, estudiosos y aficionados se han dejado las tiras de pellejo en el camino (otros solo han aparecido a la hora de “poner la mano”). En el Arte lo eterno es aquello que el tiempo se encarga de encuadrar dentro del clasicismo. Lo mismo da la Novena Sinfonía de Bethoven que la Soleá de Alcalá en versión de Antonio Mairena. Se crea desde la raíz no como un cuestionamiento de lo felizmente arraigado, sino como una forma de encontrar nuevas veredas. Se experimentan nuevas fórmulas musicales siempre con la idea de engrandecer y nunca con la de empobrecer lo existente. Todo en definitiva siempre va a girar en la mágica y necesaria rueda de la libertad: la de los artistas para crear y la de críticos y aficionados para recepcionar. Vivimos tiempos tan convulsos como apasionantes y no podemos, de continuo, establecer paralelismos con el ayer. Arcángel es un excelente cantaor del siglo XXI y Pepe Marchena lo era de las primeras décadas del siglo XX. Cada uno establece su discurso inmerso en la época que le ha tocado vivir. ¿Son posibles las comparaciones? Imposible. Ya sabemos, eso si, que Marchena es un clásico del Cante, ¿lo será mañana Arcángel? Esto solo el tiempo lo terminará dilucidando. El Flamenco es eterno por intemporal e intemporal por eterno. Ayudemos cada uno en nuestra medida para que siga creciendo en libertad. Andalucía, España y la Humanidad nos quedarán eternamente agradecidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario