“Si ganas dos y gastas dos, vas bien
Si ganas dos y gastas tres, vas mal”
- Josep Pla -
No hace muchos años hubo una vez en este país nuestro una necesidad perentoria de conseguir la “segunda vivienda”. Todos formábamos –o al menos así nos lo hicieron creer- parte de una emergente e imparable clase media y teníamos que ir conquistando nuevas cotas de bienestar. Las ciudades configuran el cenit de la evolución de la especie humana. Están dotadas de viviendas, la mayoría no exentas de comodidades, que posibilitan que nada tengan que ver con las cuevas de nuestros trogloditas antepasados (o los “Corrales de vecinos” de mi niñez). Tienen avenidas y calles perfectamente asfaltadas y unos servicios públicos que posibilitan el poder transitarlas de punta a punta. Hay guarderías, colegios y universidades para que nuestros hijos y nietos vayan adquiriendo formación para futuros estériles currículos. En lo cultural hay teatros, museos, cines, salas de exposiciones y pequeños reductos para una música menos elitista y, de paso, hacer millonarios a los dueños de “Tele Five”. En lo lúdico tenemos discotecas, restaurantes, bares, tabernas, plazas de toros y estadios futboleros. Centros de salud, hospitales y farmacias donde recurrir cuando nuestra salud se deteriora. Comercios de todo tipo incluso en nuestro entorno más cercano y, por tener, tenemos hasta un montón de Oficinas del Paro. Decir este tipo de cosas es innegable que resulta una obviedad pero algo habremos hecho mal para convertir este gran invento –la Ciudad- en un hábitat verdaderamente insoportable. La compra de una “segunda vivienda” se nos representaba vital para escapar -aunque fuera transitoriamente- de este asfixiante contexto urbano. En vez de intentar arreglar aquello que marca nuestra cotidianidad, mejor “largarnos” en busca de paraísos soñados (y difícilmente alcanzables). Nos entrampamos hasta la ceja con el convencimiento de que la época de bonanza se perpetuaría en el tiempo. La felicidad consistía en tener una “segunda vivienda” independiente de que a la primera le quedaran años para considerarla nuestra. Una parcela donde poder rememorar al abuelo cuando en Burguillos se llevaba horas, de sol a sol, trabajando en el campo. Molerse la espalda cortando rastrojos e igualando la siempre creciente hierba para, con el añadido de la interminable limpieza piscineril, tenerlo todo en perfecto estado de revista para cuando apareciesen los “gorrones” de turno. El apartamento a pie de playa, para cuando se presente tu cuñado, su santa esposa, sus tres incorregibles niños y ese matrimonio amigo que le ponen pega a todo lo que se les ponga por delante. Luego, cuando desaparecía el periodo estival, veías como nadie se acordaba de ti. El idílico entorno se quedaba huérfano de vida humana y, hasta emigraban las gaviotas. Ahora este falso tinglado, del no menos falso bienestar, se nos ha caído encima de nuestras cabezas. Perdemos el trabajo pero nunca logramos perder las deudas pendientes de pago. Toca, decimos ahora, recuperar el valor de los placeres cotidianos. ¡A buenas horas mangas verdes! Tampoco en casa se está tan mal en verano y, justo es reconocer, que el bronceado nos duraba lo que dura un suspiro.
Posiblemente el problema estaba que cortamos con excesiva ligereza el eslabón que nos unía a nuestros mayores (quien no sabe de donde viene difícilmente sabrá donde está y hacia donde se dirige). Ya todos somos irredentos urbanitas y vemos desesperanzados como el cartel de “Se vende o se alquila” -en el pisito de la playa- se deteriora con el paso de los días. “La Ciudad no es para mí” y ahora parece ser que ya tampoco ni el campo ni la playa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario