“No leemos para matar el tiempo: leemos para que el tiempo no nos mate a nosotros”
Mi abuelo, Félix Pelayo Martínez, un Maestro de Escuela republicano, católico y de ideas moderadas (enterrado en vida -profesional y civilmente- por el franquismo), siempre me decía que el buen lector nunca estará solo. Cuanta razón tenía este viejo y bondadoso sabio. Pocos días son los que pasan en mi vida sin que esta aseveración –y otras muchas- acudan a mi memoria. Curiosamente ahora, que ando definitivamente desligado de compromisos laborales, no me está resultando de las etapas más productivas como lector. Leo, eso si, una media de 4 horas diarias, pero aún están muy lejos de anteriores periodos lectores de mi existencia. Posiblemente, fuera durante el Servicio Militar en Ceuta cuando más libros devoraba. Trabé amistad con un Teniente –Carlos García- de muy grata memoria y me facilitó libremente el acceso a la copiosa e interesante biblioteca de su despacho. Si un libro conseguía atraparme, no era raro verme leyéndolo a las tres de la madrugada alumbrado con un flexo en la oficina del furriel. Afortunadamente he vuelto por mis fueros y este verano ha sido enormemente productivo. Dentro de mis obsesiones de planificador compulsivo suelo programar la semana lectora de la siguiente forma: Lunes y viernes, Literatura; martes y jueves, Flamenco y los miércoles, Historia. Los fines de semana (únicos días en los que compro prensa escrita) los dedico, por libre, a repasar notas tomadas y volcarlas en el ordenador. Siempre me gustó leer con un bloc a mano e ir tomando apuntes de aquellas cosas que me parecen especialmente relevantes. Ahora estoy leyendo y terminando “El tiempo entre costuras” de María Dueñas, fundamentalmente por no tener el complejo de ser el único español que no lo ha leído. Atrapa desde sus primeras páginas y debo reconocer a pesar de que los best-seller me provocan urticaria que estamos ante una más que excelente novela. Ante un falso ejercicio de elitismo intelectual no podemos desmerecer las novelas de gran difusión sin molestarnos siquiera en leerlas (o al menos empezarlas). Siempre es bueno prestar atención a algunos críticos literarios o amigos solventes que te pongan sobre aviso de las excelencias (o no) de lo que se edita. No tengo reparos en reconocer que he leído (a duras penas, eso si) novelas o ensayos que han sido muy valorados por la “intelectualidad” y que a mi me han resultado soporíferos. Necesito que me cuenten algo que me atrape e interese y, fundamentalmente, que me proporcione un sedimento de reflexión haciéndome crecer como ser humano. Vivir una y mil vidas distintas a las tuyas donde las realidades y los sueños vayan cogidos de la mano. Durante unos años de mi vida intenté ir ganando lectores para la causa y estoy por asegurar que son cientos los libros prestados; nunca devueltos y, posiblemente, permanentemente cerrados. Nadie debía de privarse en vida del enorme placer de la lectura. Hasta los invidentes han conseguido leer con el tacto (“La Niña de la Puebla”, una extraordinaria cantaora ciega, era de una voracidad lectora apasionante. Todos sus ratos libres los dedicaba a la lectura). Podemos estar en las situaciones y los sitios más insospechados que si un buen libro te engancha estaremos saboreando, sin saberlo, el dulce néctar de la libertad.
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