En contra de mi inveterada costumbre de no traspasar –levantado- la frontera que separa un día del siguiente, me he entretenido buscando unos datos en Internet y me han dado las dos de la madrugada frente a este maravillo invento. Tengo puesto en el ordenador los cantes del Maestro de los Alcores y ahora se dispone a regalarme el “Romance del Conde Sol” o lo que es lo mismo: el Cante elevado a su máxima expresión de autenticidad y belleza. Canta Antonio Mairena y la noche se nutre de flamencura y noble andalucismo hasta emborrachar los sentidos y los sentires. Dejo cuanto estoy haciendo y pongo toda mi atención en nutrirme del sublime Arte que se desprende en este “Romance por Bulerías”. El mismo que me traslada a un onírico mundo donde la emoción se me presenta liberada de cualquier atadura o impureza. La Cultura –y el Flamenco lo es con mayúscula- al servicio de las emociones más nobles. Un Cante hecho a la medida de las almas inquietas sedientas del agua de la fuente de la verdad jonda. No existe un cante para los distintos momentos del día: existe un cante para cada momento del alma. El Arte y la Cultura o son liberadoras o no son nada. La cotidianidad es machaconamente asfixiante y solo encuentra su antídoto y necesaria contrapartida en los momentos de gozo. En esta avanzada noche por un cúmulo de casualidades me encuentro atrapado, en toda su magnificencia, por el Cante de Antonio Mairena. Es una madrugada de un noviembre tan desangelado como la época que nos tocado vivir. El Flamenco humaniza a través de la divinidad o diviniza a través de la humano. Aquí si podemos decir de manera rotunda que el orden de las factores –flamencos- no altera el producto. No tengo muy claro –ni creo que importe- el orden natural de las cosas. Aquellos que teniendo el Flamenco tan cerca –los andaluces- lo ignoran por inducidos prejuicios o desconocimiento se hacen a ellos mismo un flaco favor. No existe nada, absolutamente nada, que represente el alma de la tierra andaluza de manera más certera que el Arte Jondo. Sinceramente, el día que no sepa distinguir y/o apreciar una Soleá o una Siguiriya estaré irremediablemente perdido. He vuelto a repetir el “Romance del Conde Sol” y vuelvo a deleitarme, una vez más, con este ramalazo sentimental de Cante inmortal. Suenan los mágicos compases de las sonantas de Niño Ricardo y Melchor de Marchena (¡cualquier cosa!) y empieza Mairena cantando aquello de:”Grandes guerras se publican entre España y Portugal y al Conde Sol lo nombran por Capitán General”, y lo remata con: “Allí dentro veo un barrí tapao quiera Dios que sea vino amontillao”. Inmortal, sublime, un ejemplo claro y rotundo de la grandeza del Cante Flamenco. Cuando apago mi ordenador el salón de mi casa huele a naranjas de los Alcores. Por el pasillo que me conduce al camastro vislumbro –o al menos así lo creo- la patriarcal figura de Silverio Franconetti y el tic-tac del reloj de mi casa suena a Soleá de los Puertos. Mi padre y mi compadre, Manolo Centeno, flamencos de postín, me miran complacidos desde los cielos sevillanos. Un cante no te arregla la vida pero consigue embellecerte la madrugada. Sinceramente, con la que está cayendo, no me parece una cuestión baladí. Flamenco de guardia para las almas sensibles.
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