El tiempo queda marcado por los días del almanaque y contextualizado por los momentos vividos. Todo en clave pendular: pasamos de la inexistencia a la existencia para volver definitivamente a la primera. Siempre pendientes de un hilo que separa el gozo de la pena, el amor del desamor y el vértigo de la nada. Enmarañados en un caos medianamente sincronizado para que cada etapa existencial de paso a la siguiente. Siempre la figura de Dios –incluso para los que racionalmente niegan su existencia- se hace omnipresente cosida al factor tiempo. ¿Solamente Él puede dominar y condicionar los efectos causados por el paso de los días? ¿Quién determina nuestra cuota de tiempo existencial? ¿Tiene fundamento filosófico negar los designios divinos y argumentar que las cosas ocurren por así determinarlas el destino? ¿Que es el destino? ¿Quién manda en el destino? ¿Bajo que reglas empíricas establece sus designios? Volveríamos al punto de partida y situaríamos al tiempo enmarañado en la gran interrogante que mueve a los planetas, los astros y las estrellas. Nada simboliza mejor el paso del tiempo que los relojes de arena. El hombre siempre intentó –vanamente- conseguir la inmortalidad intentando parar el tiempo a su favor. La arena siempre termina escapándose de nuestras manos (salvo que la humedezca el agua de la lluvia o las lágrimas de los mortales). Existen días que, sin enterarnos, se nos escapan por su fugacidad y otros que se nos hacen insoportablemente eternos. Todos los días, buenos y malos, tienen las mismas horas y minutos. Solo varía la percepción de los mismos. Cuando un torero torea con la templanza del alma y desarrolla ante el toro su faena soñada se dice que: “Consiguió con su Arte parar los relojes y el tiempo”. Son sublimes momentos de gozo, que por si solos justifican que merezca la pena el ejercicio de vivir. El tiempo siempre, absolutamente siempre, se termina configurando como nuestro carcelero. Nos atrapa y nos pasa factura por los años que nos ha concedido y/o prestado. Tiempo pasado, presente y ¿futuro? Lo perdemos; lo aprovechamos; lo gozamos; lo padecemos; lo individualizamos; lo compartimos o lo vemos pasar como los trenes que buscan, entre pañuelos de despedida, su última estación. Buscamos el significado de las cosas que nos rodean y, mientras, el tiempo pasa de largo por la puerta de nuestras casas. La Tierra gira completa sobre si misma y nos hace sumar días de radiantes amaneceres y noches de plenilunio. Vivir consiste simple y llanamente en gastar –acertadamente- el tiempo que se nos ha concedido. Mientras, en los relojes, las agujas avanzan lentas pero inexorables para clavarse inmisericordes en las hojas caídas de los calendarios. “Dale cuartelillo al tiempo / que el tiempo lo arregla to / yo he visto nubes muy negras / romperla un rayo de sol”.
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