viernes, 23 de noviembre de 2012

Sobre el sevillano y lo sevillano


De tarde en tarde se genera en las televisiones locales algún debate sobre los perfiles que mejor definen al sevillano. Difícil tarea, tanto en Sevilla como en Pekín, resulta definir las virtudes y/o defectos que configuran un estereotipo de personalidad ciudadana. Sinceramente creo que, afortunada o desgraciadamente, el sevillano es tan contradictorio como la propia Ciudad. Puede ser malaje por la mañana y ocurrentemente “gracioso” por la tarde. Banal por el día y reflexivo en los albores de la madrugada. Exquisito en el vestir o provisto del machadiano torpe aliño indumentario. Creo que la Historia ha demostrado (lamentablemente) de manera fehaciente que el sevillano se hace más verdad en sus defectos que en sus virtudes. Inmerso en un pasotismo ancestral ha presenciado impávido la destrucción de una parte considerable del Patrimonio de la Ciudad más bella del mundo: la suya. Duele, pero la verdad nos hace libres. He tenido la inmensa suerte de convivir a través del afecto con una serie de personas que para mí simbolizan lo mejor de la sevillanía. Sevillanos en estado puro. Mi propio padre unía una encomiable perseverancia en el trabajo con unos fines de semana flamencos y lúdicos a toda pastilla (“Ajustador” en la Pirotecnia de lunes a viernes y Cantaor de Flamenco los fines de semana en la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones). Serio, melancólico pero con una gracia natural capaz de los comentarios más jocosos y atinados. Mi tío Antonio (natural de Jerez de la Frontera) era exquisito, cabal, reflexivo, educado y con una natural e irrefrenable tendencia al sexo débil (perdón, fuerte). Mi tutor Manuel Alonso era inteligente, bético profundo, mairenista, esplendido hasta dar lo que no tenía, y sabiendo combinar trabajo y diversión para que ninguna ganará la partida. Mi compadre Manolo Centeno era cabal entre los cabales, flamenco postinero (el mejor que he conocido), sentencioso socarrón y elevando la amistad a los altares de la suma nobleza. Todos, absolutamente todos, tenían un denominador común: un profundo cariño y una enorme devoción por Sevilla. No pertenecían a ninguna Hermandad; pasaban de la Feria y las mañanas del Corpus y la Virgen de los Reyes se quedaban en la cama. ¿Eran por esto menos sevillanos? Todos (menos mi padre que era más taurino que futbolero) eran grandes béticos y fervorosos amantes del Arte Jondo. ¿Con sus dimes y diretes, los podíamos considerar prototipos adscritos al perfil del sevillano? Sinceramente lo ignoro y posiblemente a ellos esta “clasificación” de militante sevillanía les importaría bien poco. Todas las ciudades, sin excepción, tienen un alma flotando por sus esquinas y el saber atraparla es lo verdaderamente importante. Nacer en Sevilla o vivir en Sevilla pueden no ser más que cuestiones meramente circunstanciales. Conocerla en profundidad; tratarla con mimo; defenderla de la falsa hojarasca de la impostura y saberla tuya es lo primordial. Hacerlo tras un antifaz de nazareno o sentado en la Glorieta de Bécquer leyendo a Chaves Nogales no dejan de ser posicionamiento personales. Debemos –o debíamos- sentirnos orgullosos de pertenecer al entorno afectivo de una Ciudad que consiguió que por sus costurones siempre florecieran las rosas. Lo demás no es más que elucubraciones tertulianas de prosaicos intelectuales de salón. Sevilla hoy solo tiene sentido para soñar. De nosotros depende que también lo tenga para vivir.

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