En no pocas ocasiones duele, y sobre todo avergüenza, pertenecer a esto
que suelen llamar género humano. Vivimos continuamente sobresaltados por los
abusos inmisericordes que nos rodean y golpean –o al menos debían- nuestra
conciencia de personas decentes. No más de cien familias rigen y mandan sobre
las vidas y los destinos de este planeta llamado Tierra. Millones de personas están viviendo bajo el
implacable yugo de la hambruna (incluyendo a habitantes de los países llamados “desarrollados”
y por supuesto nuestra querida y maltratada España). Leí recientemente un
artículo de Norman Foster, uno de los mejores arquitectos del mundo y
constructor de la mayor obra existente en el planeta: el Aeropuerto de Pekín.
Comentaba este genio de trazos y trazados urbanísticos unos datos absolutamente
demoledores. A saber: de cada cuatro niños nacidos en África uno no alcanzará
el primer año de vida y otro difícilmente sobrepasará los cinco. Mil millones de personas no tienen una
vivienda digna. 900 millones no tienen agua potable. Un 40% carece de redes de
saneamientos (con las consiguientes y terribles secuelas epidémicas). Un 20% ni
tiene ni ha conocido nunca la electricidad. Aportaba algunos datos más que no
hacían más que constatar que este planeta no gira en torno al sol sino a la
injusticia más perversa. Nuestra
condición humana se redime en las manos y la obra de seres como la Madre Teresa de Calcuta o
Vicente Ferrer, verdaderos antitesis de la usura y la rapiña. Sentirnos felices
cuando somos conocedores de tanta miseria humana se nos presenta como algo
inmoral. La pobreza es hija putativa de
la riqueza y ambas se complementan en los Consejos de Administración de los
multinacionales y en las colas de los Comedores Sociales. Nadie que milite bajo
la bandera de la decencia puede permanecer impasible ante este cúmulo de
despropósitos terrenales. No es verdad que un grano de arena no hace playa;
esta la configura millones de granos expuestos a los avatares del tiempo. Nunca resulta más desconsoladora una
ignominia que cuando la cubre la patina del consentimiento. Todo no puede reducirse a dejar cincuentas
céntimos en los cepillos de los iglesias para calmar nuestra conciencia. Mucho menos en exhibir un izquierdismo de
salón o un humanismo cristiano de andar por casa. Hace tiempo, mucho tiempo,
que las campanas de la torre están llamando a rebato y fingimos no oírlas. Dada nuestra efímera condición de seres
humanos todo cuanto nos rodea nos afecta.
Nos han programado para que seamos monigotes de feria dando todo se
reduzca a producir y consumir (desgraciadamente cada vez menos). Un día ya no estaremos y será demasiado tarde
para afirmar con Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”.
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