miércoles, 20 de febrero de 2013

Las treguas de Dios



Era el penúltimo jueves del primer mes del año 2013.  Un día como otro cualquiera salvo por la gozosa circunstancia de ir a ver a mis nietos. Tomé el tren de cercanías en la Estación de Santa Justa definitivamente huérfana de los ejecutivos de antaño (ya lo han ejecutado todo).  Muy poca gente en el interior del tren a pesar de ser una hora propicia para ello. La tarde se nos mostraba plomiza y sorprendentemente templada. A través de la ventana se divisaba un cielo gris ceniza con pequeñas aberturas de un color tímidamente celeste. Es de esos atardeceres donde las nubes más que flotar parece como si Dios las hubiera cosido con pequeños pespuntes. Las ramas de los árboles demostraban palpablemente que la ventolera ni estaba ni parecía esperársele esa tarde. No se movía ni una hoja. Empezaban a aparecer las primeras sombras y algunas casa a lo lejos tenían ya las luces encendidas. El tren caminaba parsimonioso como queriendo apurar un poco más su tiempo entre estaciones.  Junto a mi dormitaba un hombre de unos cuarenta años de los que llegan de trabajar como si vinieran de la guerra. A sus pies descansaba una nevera portátil testigo fiel de su trabajo y portadora en la ida de sus justas viandas. En su ropa de trabajo no faltaba ninguna mancha procedente de sus quehaceres cotidianos. Las manos callosas y recias hacían presagiar años de durísimo esfuerzo. Era, a que dudarlo, un albañil utrerano procedente del Reino de Sevilla y con destino a la tierra de Fernanda y Bernarda.  Frente a mi, una muchacha que seguro no había aún traspasado la frontera de los veinte y cinco años de edad, leía ensimismada un libro: “El invierno del mundo” de Ken Follet.  Frente a ella iba sentada una hermosa cincuentona con claros indicios de no haber perdonado una sola comida en toda su vida. Portaba en su mano derecha un gran sobre con radiografías y miraba absorta y pensativa por la ventanilla del tren. Quiera Dios que no fuera portadora de malas noticias.  A través de mis auriculares me llegaba la música con la melodiosa voz de Michael Bublé.  Noté en mi interior una extraña y dulce sensación de bienestar. Parecía como si la magia se hubiera apoderado de aquel habitáculo andante. Los momentos de felicidad nos llegan de improviso en momentos puntuales y casi siempre de manera sorprendente. Son las treguas que nos da Dios para que el alma se serene. Fragmentos existenciales donde nos gustaría que el tiempo se parase. Dice un amigo mío que la felicidad nos llega cuando Dios anda entretenido recortándose su larga barba blanca y se distrae de pedirnos cuentas.  Paréntesis existenciales en teoría anodinos y que posibilitan que el espíritu se apodere de nosotros. Pero, como lo bueno si breve dos veces bueno, una voz nos anuncia que la próxima Estación es Dos Hermanas y ahí se termina de romper el encantamiento.  El tiempo de ralentí se eclipsó.  La joven lectora cerró su libro y yo me desprendí de mis auriculares. Ambos nos bajamos en la tierra de Juan Talega.  Los demás siguieron su ruta hacia sus destinos y quehaceres.  Son treguas, las treguas, que Dios pone a nuestro alcance para que el desosiego no termine por amargarnos la existencia. Tenemos miedo de lo que la vida nos deparará y buscamos la felicidad en un todo de manera compulsiva.  Es ella, la felicidad, la que elige los momentos para atraparnos y dejarnos atrapar es nuestro noble cometido. 

Dios nos da treguas para que orillemos la blasfemia como hacen las olas con todo aquello que le sobra a los mares.  Saberlas aprovechar intensamente forma parte ineludible del duro y hermoso ejercicio de vivir. Las treguas, son las treguas del Dios Padre.

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