Era el penúltimo jueves del primer mes del año 2013. Un día como otro cualquiera salvo por la gozosa
circunstancia de ir a ver a mis nietos. Tomé el tren de cercanías en la Estación de Santa Justa
definitivamente huérfana de los ejecutivos de antaño (ya lo han ejecutado
todo). Muy poca gente en el interior del
tren a pesar de ser una hora propicia para ello. La tarde se nos mostraba
plomiza y sorprendentemente templada. A través de la ventana se divisaba un
cielo gris ceniza con pequeñas aberturas de un color tímidamente celeste. Es de
esos atardeceres donde las nubes más que flotar parece como si Dios las hubiera
cosido con pequeños pespuntes. Las ramas de los árboles demostraban
palpablemente que la ventolera ni estaba ni parecía esperársele esa tarde. No
se movía ni una hoja. Empezaban a aparecer las primeras sombras y algunas casa
a lo lejos tenían ya las luces encendidas. El tren caminaba parsimonioso como
queriendo apurar un poco más su tiempo entre estaciones. Junto a mi dormitaba un hombre de unos cuarenta
años de los que llegan de trabajar como si vinieran de la guerra. A sus pies
descansaba una nevera portátil testigo fiel de su trabajo y portadora en la ida
de sus justas viandas. En su ropa de trabajo no faltaba ninguna mancha
procedente de sus quehaceres cotidianos. Las manos callosas y recias hacían
presagiar años de durísimo esfuerzo. Era, a que dudarlo, un albañil utrerano
procedente del Reino de Sevilla y con destino a la tierra de Fernanda y
Bernarda. Frente a mi, una muchacha que
seguro no había aún traspasado la frontera de los veinte y cinco años de edad,
leía ensimismada un libro: “El invierno del mundo” de Ken Follet. Frente a ella iba sentada una hermosa
cincuentona con claros indicios de no haber perdonado una sola comida en toda
su vida. Portaba en su mano derecha un gran sobre con radiografías y miraba
absorta y pensativa por la ventanilla del tren. Quiera Dios que no fuera
portadora de malas noticias. A través de
mis auriculares me llegaba la música con la melodiosa voz de Michael
Bublé. Noté en mi interior una extraña y
dulce sensación de bienestar. Parecía como si la magia se hubiera apoderado de
aquel habitáculo andante. Los momentos de felicidad nos llegan de improviso en
momentos puntuales y casi siempre de manera sorprendente. Son las treguas que
nos da Dios para que el alma se serene. Fragmentos existenciales donde nos
gustaría que el tiempo se parase. Dice un amigo mío que la felicidad nos llega
cuando Dios anda entretenido recortándose su larga barba blanca y se distrae de
pedirnos cuentas. Paréntesis
existenciales en teoría anodinos y que posibilitan que el espíritu se apodere
de nosotros. Pero, como lo bueno si breve dos veces bueno, una voz nos anuncia
que la próxima Estación es Dos Hermanas y ahí se termina de romper el
encantamiento. El tiempo de ralentí se
eclipsó. La joven lectora cerró su libro
y yo me desprendí de mis auriculares. Ambos nos bajamos en la tierra de Juan
Talega. Los demás siguieron su ruta
hacia sus destinos y quehaceres. Son
treguas, las treguas, que Dios pone a nuestro alcance para que el desosiego no
termine por amargarnos la existencia. Tenemos miedo de lo que la vida nos
deparará y buscamos la felicidad en un todo de manera compulsiva. Es ella, la felicidad, la que elige los
momentos para atraparnos y dejarnos atrapar es nuestro noble cometido.
Preciosa entrada y mejor escrita.
ResponderEliminarSaludos