Cuando Evelina entró en el salón con su uniforme celeste y portando un
plumero en su mano derecha no le extrañó ver dormida a doña Almudena. Lo hacía
placidamente cada mañana sentada en su mecedora con su funda de crochet
ajustada a la rejilla. Los pies, cubiertos con una fina manta gris, posados en
un taburete que remataba en un cojín blanco con flecos en sus extremos. Una
fina toquilla negra le caía armoniosamente sobre los hombros y en su regazo
descansaba un libro con las tapas abiertas (“Kim” de Rudyard Kipling). Estaba
sentada, como siempre, de cara a su balcón (el mismo por el que cada Martes
Santo veía pasar al Cristo de las Misericordias de Santa Cruz). Las gafas
redondas se mantenían a duras penas en la punta de su nariz pugnando por no
caerse al suelo. Pero Evelina, una peruana tan pequeña como vivaracha, se
sorprendió de la palidez del rostro de doña Almudena Garrido de la Santa Paciencia, Viuda del
Marqués de Cumbres Borrascosas. Se acercó sigilosa para no despertarla sin
percatarse de que esto ya sería una misión imposible. Le cogió la mano que
tenía apoyada en la mecedora y la notó tan fría como el filo de la hoja de una
navaja de Albacete. Se percató de que esta noble anciana, exquisita y culta
dama, ya era más del pasado que del presente. Se armó de valor y marcó nerviosa
el número de teléfono del señorito José María, a la postre el mayor de sus
nueve hijos varones (su única hembra tomó los hábitos –o mejor ellos la tomaron
a ella- y ejercía su santa ocupación en el Convento de la Purísima Concepción
(Santa María) de Marchena). Cuando las
campanas de la Iglesia
de Santa Cruz de Sevilla tocaron su soniquete de muerte el féretro de Doña
Almudena estaba posado a los pies del Señor de las Misericordias. En la Iglesia no cabía un
alfiler e incluso los que no pudieron entrar ya llegaban hasta la cercana calle
de Guzmán el Bueno. El órgano, acorde con sus deseos, interpretó un Adagio de la Sinfonía nº 45 de Joseph
Haydn. Sus hijos, nueras y nietos ocupaban las dos primeras filas de bancos.
Sus apenados rostros poco tenían que ver con las maquinaciones y componendas
que tendrían que dilucidar para el reparto de la herencia de su santa madre. Su
hija, Sor Trinidad de la
Sagrada Lanzada, leyó compungida un par de folios glosando
las grandes virtudes que adornaron en vida a su madre. Por fin había llegado el
momento de que descansara definitivamente doña Almudena y también, de paso, sus
impacientes herederos. Con su mala salud
de hierro había alcanzado en plena lucidez los 96 años de edad. Hermosísima
muchacha madrileña que llegó un día desde los Madriles a Sevilla para hacerse
novia oficial de un joven aristócrata sevillano. Un tarambana de trago largo,
noches interminables, herencia jugosa y vergüenza corta. Conoció desde la
soledad de su “Palacio de cristal” una Sevilla prerrevolucionaria donde muchos
hombres llevaban en sus bolsillos -junto con los mecheros de yescas- pistolas.
Escuchaba temerosa las soflamas radiofónicas de Queipo de Llano y las
demoledoras homilías catedralicias del Cardenal Segura. Gracias a las
sirvientas conocía de primera mano lo que pasaba “ahí fuera”. Por su eficaz
mediación, muchos niños tuvieron algo para comer y muchos hombres se libraron
de tener que apoyar sus espaldas sobre las tapias del Cementerio.
Liberal, culta, bondadosa y temerosa de Dios (y sobre todo de los
hombres) su vida transcurrió criando niños, leyendo, escuchando música, organizando
actos sociales benéficos y “haciendo la vista gorda” antes las continuas
juergas de su “santo” e incorregible esposo.
Su vida más que merecer ser novelada era una novela en si misma. Hoy,
contrariando sus deseos (quería ser incinerada), descansará definitivamente en
un panteón de la calle San Salvador del Cementerio sevillano junto a su esposo
y sus suegros. La fiel Evelina posiblemente pierda ama y trabajo. Las cortinas
de cretona del salón principal de la casa fueron mudos testigos de las venturas
y desventuras de doña Almudena. Hoy permanecen corridas a la espera de tiempos
mejores (o peores). Pasado mañana empezará una lucha notarial sin cuartel para
dilucidar su herencia. No saben, o no quieren saberlo, que lo verdaderamente
importante se lo lleva doña Almudena consigo y que ellos se lo han perdido para
siempre.
Nota: Por respeto distorsiono
nombres y enclaves, pero doy fe de la veracidad de cuanto aquí relato. Mi tía
bordó, cosió y planchó durante cuarenta años para “doña Almudena” y su familia.
La conocí y asistí de manera anónima a su funeral. Siendo un niño fui un día a
llevarle ropa planchada y me regaló un libro de Emilio Salgari.
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