Cuando dos maravillosos “enanos” se dirigen a ti llamándote abuelo; te
desplazas por la Ciudad
con un bono-bus de la Tercera Edad
y te han operado el ojo derecho de catarata pocas dudas existen que has
iniciado tu Círculo crepuscular. El día que una bondadosa muchacha te ceda su
asiento en el autobús estarás ya irremediablemente perdido. Tendrás fecha de
caducidad existencial. Hace ya algunos
años hice un pacto con el Diablo. Me comprometía -a pesar de los sufrimientos- a
permanecer como bético irreductible toda mi vida. Él me garantizaba a cambio
que mi decadencia física e intelectual sería lo más lenta posible. Pero creo
que este representante del azufre no se fía mucho de mí. Me ve merodear mucho
por San Lorenzo, San Nicolás y el Salvador y no tiene muy claro que mi alma le
pertenezca. Esa es la gran diferencia:
al Diablo lo podemos engañar pero a Dios es imposible. Vamos cumpliendo años
casi sin darnos cuenta y reflejamos nuestra decadencia cuando nos tropezamos
con la de los demás. Reconozco sin complejos que intento mentalizarme para algo
que en absoluto lo estoy: el Círculo crepuscular. Comprendo que es Ley de Vida pero que bonita
sería la vida sin tantas leyes. Afortunadamente todo funciona en clave compensatoria
y ver crecer a tus nietos no tiene precio. Luego está algo que no tengo muy
claro: la sabiduría que dan los años. El lerdo insustancial de joven será un
lerdo insustancial de viejo y los escogidos para la eterna juventud lo serán de
por vida. Los viejos rockeros nunca mueren pero también envejecen. Como diría
Serrat: puestos a morir…”la boca abierto al calor, como lagartos medio ocultos
tras un sombrero de esparto”. ¡Ufff...!
Me llega mi Círculo crepuscular y yo con estos pelos. ¿Dónde cojones habré puesto
el peine?
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