Siempre ha llamado mi atención y provocado en mí un claro sentimiento
de empatía aquellos que desfilaron bajo la bandera del Romanticismo. Recuerdo
un halo romántico de mis ya muy lejanos años juveniles de militancia en la
corriente política llamada “Trotskismo”. León Trotsky que dentro de la Revolución Bolchevique lo había
sido todo en Rusia, terminó exiliado y cambiando de país continuamente dado que
el “camarada” Stalin (sin duda uno de los mayores criminales del siglo XX y
cuya foto, no hace mucho, estaba en los despachos de algunos “demócratas
españoles de nuevo cuño”) puso precio a su cabeza. Ramón Mercader, un
estalinista español, consiguió granjearse la confianza de Trotsky durante la
estancia de este en México. Un día fue a verlo y con un piolet que llevaba
oculto entre las ropas le abrió la cabeza como a un melón de Los Palacios.
Imprescindible leer sobre estos avatares que convulsionaron el siglo XX la
trilogía de Isaac Deutscher (“El profeta armado”, “El profeta desarmado” y “el
profeta desterrado”). Recientemente se ha publicado una obra del escritor
cubano Leonardo Padura (“El hombre que amaba a los perros”) absolutamente
definitiva para entender el trágico destino que unió, en mala hora, a Trotsky y
a Mercader. Por cierto, Sara Montiel visitó en la cárcel a Ramón Mercader y nos
contaba la genial manchega la imagen de un hombre absolutamente atormentado.
Trotsky era un romántico que creía en la pureza de la Revolución sin
comprender que esta la desarrollaban hombres sin escrúpulos que eran cualquier
cosa menos puros. Cuando terminan las batallas los románticos consuelan y
atienden a los heridos (de los dos bandos) mientras que los pragmáticos están
ya repartiéndose el botín. Al
finiquitarse el siglo XX también expiraron los pocos residuos de romanticismo
que aún le quedaba a la acción política. Triunfo absoluto de la realidad
virtual que tiene como principal objetivo que nada parezca lo que es en
realidad. Hacer en definitiva lo contrario de lo que se dice. Hoy los pocos
románticos que quedan se refugian en la sociedad civil para, desde el
desprendimiento, ejercer su noble cometido. En una parte de la Iglesia, justo es
reconocerlo, también se dan muestras inequívocas del devaluado
romanticismo. El siglo XXI traía
aparejado el ocaso de los pocos políticos románticos que aún quedaban. Todo se nos muestra hoy sujeto a las leyes
del mercado incluyendo las relaciones personales. El pragmatismo manda en
nuestras vidas y haciendas y, lo que es peor, también en nuestros sentimientos.
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