Suena en el equipo de música de mi salón un Adagio de Johann Pachelbel.
Es una pieza que nos regala un Programa de Radio Clásica en RNE. Lo interpreta la Orquesta Filarmónica
de Berlín bajo la batuta maestra de Herbert von Karajan. La armonía fluye sembrando en cada rincón de
la casa la magia de la música. Dejo por un momento de teclear el ordenador para
que nada interrumpa aquello que no merece ser interrumpido. Nada que pueda
hacer en ese momento tendrá más importancia que poner mis cinco sentidos en la
música. Cuando Dios nos susurra amorosamente al oído debemos prestarle nuestra
máxima atención. Vuelo pausadamente sin necesidad de tener alas que me
transporten a paraísos oníricos donde prevalezca la belleza de lo eterno sobre
la banalidad de lo cotidiano. Poco puede importarnos las veleidades juveniles
de don Herbert con los nazis. Al final siempre prevalecen las obras sobre las
intenciones. Nadie puede cambiar su pasado pero si puede hacerlo con su
presente. Los acordes del alma que Karajan nos regala consiguen que nuestra fe
en lo divino se acreciente por momentos. Música celestial para los sentidos. Vivimos
en una sociedad donde prevalecen las voces sobre los ecos y donde los ruidos
sustituyen sin pudor al mundo de los sonidos. Nuestras almas duermen en los
armarios el ingrato sueño de la insensibilidad. Hoy solo tiene sentido aquello que nos resulta
tangible y podemos tocar. La belleza de lo efímero ha muerto de inanición en
los brazos del pragmatismo. Como decía Maki Navajas: “Cuando nos han robado la
ética no permitamos que también nos roben la estética”.
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