domingo, 23 de febrero de 2014

La Fiesta perdida



“Una Fiesta se hace con tres personas:
uno canta, otro baila y el otro toca…
se me olvidaba de los que dicen ole y
tocan las palmas”

En Sevilla se le llama Fiesta a la Semana Santa, a la Feria, a los Toros, a la Navidad y hasta al mismísimo Corpus. Todo aquello que, a la vez, nos resulta excepcional y gozoso lo encuadramos dentro de lo festivo. Bien está que así sea pues, por estos lares, esquivamos la pena con lances toreros de fino terciopelo, con soniquetes de trompetas y tambores  y al son de los templados tercios de la Soleá de los alfareros. Tierra hecha para el gozo de los hombres y donde, al final, son siempre las mujeres quienes terminan llorando. Pero la Fiesta sevillana –y andaluza- por antonomasia es aquella que en forma de ritual celebraban los flamencos. Días de madrugadas interminables donde al conjuro del Cante y el Toque los duendes se paraban en los  pintados respaldares de las sillas de enea.  Nada que ver con las Fiestas “programadas” por señoritos rumbosos e  inmisericordes podridos  del dinero procedente del indecente estraperlo.  Allí, a excepción del Cante y el Toque,  todo era pura vanidad y desmitificada mentira.  La Fiesta, pura y dura, era la que de verdad se “montaban” cabales de la talla de mi padre, los Hermanos Centeno, Salvador Feria o Jaime del Pozo.  Grandes aficionados que supieron extraerle al Arte Jondo lo más puro de su verdadera sustancia flamenca.  Tenían al Flamenco como el eje sentimental de sus vidas y a la noche como compañera y aliada para desarrollarlo en libertad.  Hoy ya la Fiesta flamenca es tan solo un hermoso recuerdo en la memoria de los que las disfrutamos y motivo de atención de sociólogos e historiadores.  El día que alguien, en una reunión de cabales, cambió el vino por unos polvitos blancos esparcidos cuidadosamente en un Carnet  se cargó el invento. Ya nada es lo que un día fue: ni la Fiesta, ni el Flamenco, ni la Noche y, evidentemente, tampoco nosotros. Todo ha sido saqueado por una sociedad que prefiere el “momentazo” a la magia del momento. Los viejos flamencos vivimos en las cuevas soñando tiempos pasados y asumiendo que ya nunca volverán.  Los flamencos jóvenes buscan sus argumentos –y hacen bien- en las vanguardias artísticas. No intentemos ponerle puertas al campo.  El eslabón que debía unir ambas generaciones se nos muestra cada día más débil y desgastado. La Fiesta flamenca se perdió abrazada a las enredaderas de los patios sevillanos.  Pero, eso si, que nos quiten lo vivido.

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