“Una Fiesta se hace con tres
personas:
uno canta, otro baila y el otro
toca…
se me olvidaba de los que dicen
ole y
tocan las palmas”
En Sevilla se le llama Fiesta a la Semana Santa, a la Feria, a los Toros, a la Navidad y hasta al
mismísimo Corpus. Todo aquello que, a la vez, nos resulta excepcional y gozoso
lo encuadramos dentro de lo festivo. Bien está que así sea pues, por estos
lares, esquivamos la pena con lances toreros de fino terciopelo, con soniquetes
de trompetas y tambores y al son de los
templados tercios de la Soleá
de los alfareros. Tierra hecha para el gozo de los hombres y donde, al final,
son siempre las mujeres quienes terminan llorando. Pero la Fiesta sevillana –y
andaluza- por antonomasia es aquella que en forma de ritual celebraban los
flamencos. Días de madrugadas interminables donde al conjuro del Cante y el
Toque los duendes se paraban en los
pintados respaldares de las sillas de enea. Nada que ver con las Fiestas “programadas”
por señoritos rumbosos e inmisericordes
podridos del dinero procedente del
indecente estraperlo. Allí, a excepción
del Cante y el Toque, todo era pura
vanidad y desmitificada mentira. La Fiesta, pura y dura, era la
que de verdad se “montaban” cabales de la talla de mi padre, los Hermanos
Centeno, Salvador Feria o Jaime del Pozo. Grandes aficionados que supieron extraerle al
Arte Jondo lo más puro de su verdadera sustancia flamenca. Tenían al Flamenco como el eje sentimental de
sus vidas y a la noche como compañera y aliada para desarrollarlo en
libertad. Hoy ya la Fiesta flamenca es tan solo
un hermoso recuerdo en la memoria de los que las disfrutamos y motivo de
atención de sociólogos e historiadores.
El día que alguien, en una reunión de cabales, cambió el vino por unos
polvitos blancos esparcidos cuidadosamente en un Carnet se cargó el invento. Ya nada es lo que un día
fue: ni la Fiesta,
ni el Flamenco, ni la Noche
y, evidentemente, tampoco nosotros. Todo ha sido saqueado por una sociedad que
prefiere el “momentazo” a la magia del momento. Los viejos flamencos vivimos en
las cuevas soñando tiempos pasados y asumiendo que ya nunca volverán. Los flamencos jóvenes buscan sus argumentos –y
hacen bien- en las vanguardias artísticas. No intentemos ponerle puertas al
campo. El eslabón que debía unir ambas
generaciones se nos muestra cada día más débil y desgastado. La Fiesta flamenca se perdió
abrazada a las enredaderas de los patios sevillanos. Pero, eso si, que nos quiten lo vivido.
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