Era una tórrida mañana del pasado verano. La calle ardía por todas sus
esquinas. Entro en San Nicolás y
compruebo que se encuentra sin más presencia humana que una señora que
permanece extasiada frente a la pila bautismal. Me paro un momento en la Capilla Sacramental
para darles los buenos días al Señor de la Salud y a la Virgen de la Candelaria. Miro
por el rabillo del ojo si todavía permanece aquella señora frente a la pila
bautismal y efectivamente allí continua impasible. La tenue oscuridad de la Iglesia proporciona una
agradable sensación de frescor y la soledad compartida con aquella desconocida
dama me resultaba placentera. Tenía la sensación de conocerla de algo pero no
acertaba a comprender ni de donde ni de cuando. A ciertas edades te sueles
equivocar saludando a personas que no conoces de nada y negándoles, por
despistado, el saludo a otras que si deberían resultarte familiares. La observo
desplazarse hacia el fondo de la
Iglesia y en un ejercicio malsano de curiosidad no me resisto
a acercarme a su encuentro. De manera solapada coincidimos en el rincón donde
está situada la Capilla
de la Virgen
de los Dolores. Al tenerla tan cerca aumenta la certidumbre de que creo conocer
a esta enigmática dama. Debía rondar los
ochenta años largos de edad y su porte era un claro ejemplo de que quien tuvo
retuvo. Me miró de soslayo y observé que
en su marchito pero todavía hermoso rostro se esbozaba una pequeña
sonrisa. Me dijo mirándome a los ojos…”Yo
te conozco pero estoy segura de que tú a mi no”. Le contesté lo típico en estos casos…”La
verdad es que ahora no caigo”. Se roza
levemente con un dedo la comisura de los labios y continúa diciéndome…. ”Tú
eres Juan Luis el hijo de Encarna y sobrino de Carmela Franco. Yo te tuve en
mis brazos mientras te bautizaban en la pila bautismal de San Nicolás”. Prosigue y me comenta…”Yo trabajaba de
aprendiza en el taller de bordados que tenía tu tía Conchita (Concepción
Fernández del Toro) en el Salvador y dentro de las dependencias de la Hermandad del Amor. Era
muy amiga de tu tía Carmela y me invitaron a tu bautizo. Sostuve tu cabeza
mientras llorabas compungido al contacto de la fría agua bautismal. Seguí frecuentando a tu tía Carmela hasta su
muerte y me mostraba fotos tuyas para que viera en que se había convertido
aquel “renacuajo” llorón. Cuando te he visto entrar sabía que la Candelaria había
propiciado que volviera a verte antes de finiquitar mi existencia”. Me quedé atónito y, emocionado, le estampé un
par de besos que no se a ella pero a mí
me supieron a gloria. Nos despedimos con la emoción que nace de lo
verdaderamente sentimental. Me dijo que vivía con su hija y sus tres nietos en
Puente Genil y que venía a Sevilla cada vez más de tarde en tarde. No la he
vuelto a ver desde aquel día y, de manera instintiva, cada vez que entro en San
Nicolás dirijo mi mirada antes que nada a la pila bautismal. Quienes crean que
esto es una fantasía literaria harán bien; quienes crean que ocurrió tal y como
lo cuento harán todavía mejor.
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